domingo, 28 de septiembre de 2008

El asesino del cementerio etrusco, o lo mal que queda no saber cómo reacciona alguien a quien le rompen el cuello

Hola de nuevo, mi selecto y amado público. Por motivos relacionados con un exceso de trasnoche para vencer un nivel del Thief 2 bastante correoso, no me voy a extender demasiado en la crítica de esta semana. A decir verdad, tampoco es que la película que he elegido dé para mucho. Se trata de una especie de giallo de principios de los 80, dirigido por Sergio Martino, un director que lo mismo te salía con una de caníbales que se descolgaba con una comedia erótico-festiva, y que no pasará a la historia del cine por tener las muertes más realistas, ni el diálogo mejor escrito.

Los sacrificios hacedlos sin sangre, que luego pringa mucho

Sobre todo si se tiene la mirada sucia.

¿Es o no es una expresión muy  fácil de sacar de contexto?

La película comienza con una escena de una cultura antigua, todavía sin identificar, ofreciendo sacrificios de una curiosa manera. A cada turno, una pareja de jóvenes bien parecidos baja a un pozo humeante, y a una orden de un sacerdote enmascarado, dos asistentes les rompen el cuello. Los primeros problemas de la película se manifiestan aquí, dado que las víctimas emiten un desgarrador alarido al morir, pese a que ese tipo de muerte es tan rápida que no da tiempo ni de gritar, y que el acompañamiento musical de la escena es un tema más apropiado para un drama romántico de corte intimista que para un filme de terror.

Todo resulta ser un sueño de Joan Barnard (Elvire Audray, que paseó su belleza por varios filmes de serie B y Z italianos entre los ochenta y mediados de los noventa), la joven y guapa (muy guapa, desde mi punto de vista) esposa del célebre arqueólogo Arthur Barnard (John Saxon, toda una institución de la serie B a quien los fans de CSI pueden recordar como el hombre que enterró a Nick Stokes). Arthur ha ido a buscar restos etruscos a Volterra, en Italia, financiado por la fundación del padre de Joan, y ella tiene miedo de estar obsesionándose con la antigua y misteriosa civilización. Un colega de su marido, Mike (Paolo Malco) intenta reconfortarla y llevársela a la cama, no necesariamente en ese orden, cuando Joan tiene una terrible alucinación al ver fotos de la zona donde trabaja Arthur cubrirse de gusanos, lo que parece presagiar una muerte inminente.

Mientras Joan estudia si debería empezar a tomar antipsicóticos, su marido tiene un encuentro en el campo con un extraño anciano, que toca el tema central de la película (sí, el que pegaría más en un drama romántico) en una flauta de doble caña, y que tras una serie de crípticas frases le pide que le acompañe. Lo que le enseña es lo bastante impresionante para que Arthur lo deje caer esa noche en una conversación telefónica con su esposa: se trata de una nueva tumba etrusca, enterita y sin saquear. Lástima que los malos presagios de Joan sobre su marido, que han vuelto a poblar sus sueños, elijan ese momento para cumplirse. Un asaltante desconocido le rompe el cuello (esta vez, por suerte, sin grito) mientras la mujer escucha.

Lo bueno es que me pagan una pasta.

¡Para cuatro minutos que salgo en esta puta película!

Desolada por su viudedad, pero dispuesta a descubrir qué pasó, Joan vuela a Italia acompañada por Mike, que ha visto la oportunidad de poner en práctica el refrán "a rey muerto, rey puesto". A su llegada a Italia, se reúnen con el inspector que investiga el caso (Gianfranco Barra) y con la condesa Maria Volumna (Marilù Tolo) en la mansión de esta última, donde Arthur se hospedaba y donde acabó siendo asesinado. Durante este encuentro, se reúnen con ellos la representante de la fundación que acompañaba al arqueólogo, Heather Hull (Wandisa Guida) y el chófer de Arthur, Nick (Jacques Stany); por cierto, que Heather le presenta como "el guardaespaldas que debía proteger a Arthur", lo que es una de las maneras más elegantes a la par que crueles de llamar a alguien "incompetente".

Tras la reunión, que no da para sacar mucho en claro (pero que sí da para que la condesa suelte una chorrada pseudomística con tono solemne), el inspector accede a enviar a Joan la documentación de Arthur. Rebuscando entre ella, Joan encuentra una extraña anotación en su libreta, y el recibo de un encargo a un joyero de Volterra. Cuando Joan visita al joyero para recoger dicho encargo, se encuentra con que es una antigua joya etrusca en forma de escorpión, a la que el orfebre le ha puesto una cadena... y que le resulta extrañamente familiar.

A partir de este punto, Joan se verá rodeada por las muertes de la gente a la que conoce, y por extraños indicios que la señalan como la reencarnación de una antigua diosa etrusca. Guiada por el extraño anciano que reveló la tumba a su marido, ¿podrá desentrañar el misterio de los asesinatos y de sus visiones antes de que el misterioso asaltante la liquide?

Más aún, ¿aguantará alguien el metraje completo para enterarse?

Cómo arruinar una buena premisa

Lo siento, pero tengo que decirlo: ¡AY OMÁ QUÉ RICA!

Cambiando de tema, esta es nuestra heroína.

El asesino del cementerio etrusco partía de unas bases sólidas para ser un buen ejemplo de cine fantaterrorífico italiano. La inspiración en la poco conocida civilización etrusca y el brutal método elegido por el misterioso asesino daban oportunidad para hacer un pequeño clásico del giallo con toques fantásticos. ¿Por qué me encontré entonces con un auténtico pestiño?

Tal vez porque el guión, escrito a seis manos por Ernesto Gastaldi, Jacques Leitienne y Maria Chianetta (Mara Maryl), se centra demasiado en la palabrería pseudomística y demasiado poco en crear escenas con tensión y sangre. Salvo alguna alucinación con gusanos de la protagonista y el ocasional asesinato, el resto de la película se limita a mostrarnos a gente hablando; y muchas veces, sólo hablan de chorradas.

Y si los sacrificios humanos que abren la película son ridículos, por poco realistas, algunas de las frases que escuchamos les superan. Por ejemplo, cuando a la condesa le preguntan qué opina de la posibilidad de que Arthur haya sido víctima de "la maldición de los etruscos", responde que "el universo es más extraño de lo que se pueda imaginar o saber" con tono solemne. Otro ejemplo: cuando Joan ve la joya a la que su marido encargó poner una cadena, declara que "siento como si fuera mía desde siempre", mientras el joyero pone cara de "uh... sí, vale, lo que usted diga".

Pero estos problemas, y el misticismo chorra que destilan los encuentros entre Joan y el viejo de la flauta (que la película sugiere que es algún personaje mítico etrusco, dado su parecido con algunas estatuas y dibujos que vemos), palidecen ante uno que se va haciendo cada vez más evidente a medida que avanza el metraje. Los personajes, dicho en pocas palabras, son para echarles de comer aparte. A medida que se acerca el ecuador del filme, Joan va oscilando de manera cada vez más alarmante entre "aterrorizada damisela en peligro" y "siniestra reencarnación de diosa etrusca", hasta el punto de hacer que el espectador se pregunte( suponiendo que no se haya dormido para entonces) si no sería más conveniente que se hiciera internar en un psiquiátrico; y el arqueólogo que aparece también hacia la mitad de la película es un crédulo que no tarda en asumir como cierto el asunto de la reencarnación, cuando cualquier científico serio tendría el buen gusto de mantener el escepticismo hasta tener pruebas claras de que algo raro pasa.

La música de Fabio Frizzi, por otra parte, mantiene la coherencia con la melodía principal de la película, en el sentido de que no suena como la banda sonora de una película de terror, y sí como la de un melodrama pasteloso.

Sin embargo, El asesino del cementerio etrusco tiene al menos una parte divertida: el desenlace. Ahí se mezcla una auténtica apoteosis del misticismo chorra y de la idiotez de los personajes, a la vez que nos llevamos una sorpresa gracias a una vuelta del guión genuinamente ingeniosa, aunque tal vez poco realista. Si no tenéis más remedio que pillaros este filme (porque sois completistas del fantaterror italiano o porque lo comprasteis en un mercadillo sin saber lo malo que era), saltaos el resto de la película y pasad directamente al final... a no ser, claro, que sufráis de insomnio, contra el que este largometraje es un remedio infalible.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Thief - The Dark Project: si no está clavado al suelo, me lo puedo llevar a casa

Parece que mi propósito de regularidad en el posteo está ofreciendo resultados por ahora. Para compensar el par de peliculillas que recomendé las dos semanas pasadas, ahora voy a tratar un juego tan viejuno como influyente: Thief, de Looking Glass Studios, que prácticamente creó el juego de sigilo moderno. O dicho de otra manera, es el abuelito de Splinter Cell, Manhunt y Hitman.

Pero antes de comenzar, un aviso a navegantes: por motivos que no entiendo muy bien, al Fraps no le sale de la bisectriz sacarme pantallazos del juego cuando le doy a la tecla; por ello, quiero agradecer a GamersHell, Gamespot y Mobygames que sacaran las imágenes que adornan esta crítica y las pusieran a disposición del público.

La Ciudad se llama Perdición

El vendaje en la cabeza es opcional.

Veo en tu futuro aspirinas... mogollón de aspirinas.

El juego nos transporta a las calles empedradas de La Ciudad. No "una ciudad", sino La Ciudad (The City). No tiene (ni necesita) otro nombre. Es una urbe de estilo bajomedieval, tanto en la arquitectura como en la sociedad, pero con dos matices: la magia existe, y también existen avances tecnológicos como la luz eléctrica. Ateniéndonos al a definición que hace Wikipedia de esta mezcla, podemos definir La Ciudad como un ambiente de steampunk fantástico.

En La Ciudad hay un importante elemento criminal, controlado por los denominados Guardianes (Wardens), señores del crimen que cobran un impuesto a los malhechores bajo su mando y mantienen sobornada a la Guardia (City Guard). Pero ambos grupos no son tan importantes en La Ciudad como lo es la Orden del Martillo (Order of the Hammer), una religión de estrictos preceptos que adora al Constructor (The Builder), una figura mesiánica que representa Orden y Civilización, y que hace tiempo que expulsaron fuera de las murallas a los Paganos (Pagans), dionisíacos adoradores del Caos y la Naturaleza. Los severos Martillitas (Hammerites) dispensan justicia de una manera draconiana y cruel, y hasta tienen una cantera/prisión conocida como Cragscleft en la que encierran a los que quebrantan la ley.

Pero por debajo de las acciones y politiqueos de todos estos grupos humanos están los Custodios (Keepers), una sociedad secreta consagrada a la acumulación de conocimientos y al mantenimiento del Equilibrio. Para ello, rechazan cualquier implicación, sea emocional o ideológica, y se mueven sigilosamente como sombras al borde de la sociedad. Y el protagonista de Thief, el ladrón de guante blanco llamado Garrett, fue uno de sus reclutas.

Tal y como nos explica el propio Garrett en la cinemática que precede al tutorial, él no era más que un golfillo callejero en su niñez, llevando recados y robando bolsas para que sus costillas no se le pegasen a la espina dorsal. Así fue hasta la noche en que intentó robar a un hombre al que el resto de la gente ignoraba; resultó ser un Custodio (cuyo nombre, por cierto, es Artemus, pero nunca se llega a mencionar en el juego) que, intrigado por la habilidad del muchacho para verle cuando "no quiere ser visto", le reclutó en su organización. Garrett aprendió a luchar y a moverse de manera sigilosa para servir a los propósitos de los Custodios, pero acabó por hartarse  de ello (en jerga de Custodio: se marchó "no por la necedad menor del sentimiento, sino por la necedad mayor de la ira"), y, en la mejor tradición antiheroica, encontró otra manera de aprovechar sus talentos: robar a los ricos y quedárselo.

Intenta que no sea la tuya.

El asalto frontal: tumba de tantos Rambos de fin de semana.

Y en los primeros niveles del juego, nos sumimos en la ajetreada vida cotidiana de Garrett; robar un cetro enjoyado de la mansión de un noble, intentar sacar a su perista habitual de su celda en Cragscleft, afanar un valioso cuerno enjoyado de la tumba de unos nobles, vengar un intento de asesinato por parte del Guardián Ramírez "limpiando" su choza de objetos valiosos, y (sólo en Thief Gold) aprovecharse de las peleas en un gremio de ladrones para ganarse los proverbiales cien años de perdón son las primeras acciones delictivas que ejecutamos en la piel del ladrón.

Tamaño talento para apropiarse de lo ajeno no pasa desapercibido para Viktoria, una perista recién llegada a la ciudad. Impresionada sobre todo por el trabajito de Garrett en la mansión de Ramírez, le somete a una prueba (que, por supuesto, implica robar un objeto bien vigilado) como paso previo a ponerle en contacto con su "asociado": un misterioso coleccionista que quiere adquirir una joya conocida como El Ojo, y que está dispuesto a pagar por él una millonada de oro.

Claro que el billete a la jubilación de Garrett tiene truco. El Ojo está escondido en la vieja catedral Martillita, en medio de una zona de la ciudad que fue abandonada hace medio siglo por una catástrofe que implicaba fuego (!) y muertos vivientes (!!). Por si navegar entre zombis y bichos peores no fuera suficiente, la catedral resulta estar sellada. Y para rematar la jugada, el propio Ojo habla a Garrett (!!!) y le explica que los Custodios fabricaron los sellos, y ocultaron la forma de romperlos en un escondite cercano.

Garrett descubre en el escondite que la clave para abrir la catedral está en cuatro talismanes relacionados con los elementos, ocultos en otros tantos lugares de difícil acceso (en la versión original del juego, sólo están en dos lugares). Sin que eso le arredre, el ladrón se apresta a obtener cada talismán para sacar El Ojo de la catedral y poder vivir el resto de sus días rascándose la barriga.

Tal vez la codicia impida a Garrett ver que una joya que habla, que flota en el aire en el altar de una catedral abandonada y sellada con magia, y que está rodeado de muertos vivientes es una MALA SEÑAL. Pero nosotros sí que lo vemos. Y antes de que el ladrón pueda poner las manos encima del Ojo, hasta el más memo puede figurarse que el antaño prometedor discípulo de los Custodios se ha embrollado en algo mucho más grave que satisfacer el capricho de un coleccionista rico y excéntrico...

Y con esto me saco otros cien años de perdón

El pequeño D'artagarrett/siempre les roba a ellos.

Eran uno, dos y tres/los valientes mosqueteros

Cuando Looking Glass afrontó la creación de Thief, ya tenía sus espaldas títulos tan impresionantes como System Shock o las dos partes de Ultima Underworld. Con ellos se había ganado la fama de hacer juegos en primera persona innovadores, y la revalidó de modo contundente en el mismo año en que Half-Life cambiaba para siempre el concepto de la narrativa el los FPS, Starcraft nos enganchaba a millones a la estrategia en tiempo real (sobre todo en Corea del Sur), y Metal Gear Solid y Tenchu sentaban parte de las bases del género de los juegos de sigilo.

Looking Glass afrontó Thief como un "first-person sneaker", lo que podríamos traducir como "escabullirse en primera persona". El juego pone énfasis en recorrer sus enormes e intrincados niveles evitando el combate, ocultándose de los guardias y monstruos (que incluyen muertos vivientes, extraños hombres-cangrejo y lagartos conocidos como "burricks") que los patrullan y, llegado el caso, noqueándoles o matándoles para neutralizar la amenaza que suponen. En combate directo, las habilidades de Garrett dan a duras penas para despachar a un solo rival, y si se enfrenta a más (como puede pasar si un guardia le detecta y avisa a sus compañeros) puede darse por muerto. Para saber si está bien escondido, Garrett dispone de una gema que cambia de color en función de lo visible que es: brillando en todo su esplendor si hasta Míster Magoo nos podría ver a simple vista, y mostrándose negra si somos invisibles.

Entre las herramientas de las que dispone Garrett para su deshonesto oficio, la más útil es su cachiporra, con la que puede dejar fuera de combate a casi cualquier persona o ser si le pega por la espalda. Para cuando es inevitable el combate directo, tiene una espada con la que también puede apuñalar por la espalda, en la mejor tradición del Deandé. Y como tercera (y muy útil) arma, tiene su arco, que no sólo sirve para matar a distancia, pues aparte de los proyectiles normales dispone también de flechas mágicas de agua (para apagar molestas antorchas), fuego (para hacer mucho más daño con una violenta explosión), musgo (para crear un área en la que los pasos son amortiguados hasta ser inaudibles), gas (para noquear enemigos a distancia) y cuerda (para escalar a sitios inaccesibles); de hecho, podemos considerar el arco más una herramienta que un verdadero arma. Completan el elenco de instrumentos  las ganzúas, que nos permiten abrir casi todas las puertas cerradas en un tenso y entretenido minijuego, y las bombas de fogonazo, que aturden a nuestros enemigos el suficiente tiempo como para huir de ellos o ganar su espalda y darles un garrotazo, así como otros artilugios más exóticos.

Y si en este punto algún fan del Splinter Cell levanta la mano para resaltar las similitudes que su juego favorito tiene con Thief, que se tome un Sugus por ingenioso. La franquicia de Tom Clancy y Ubisoft tuvo el acierto de copiar muchos elementos del juego de Looking Glass para adaptarlos al tecnothriller moderno, influyendo a su vez a muchos otros títulos donde el sigilo es primordial.

El sonido es una parte importante de la jugabilidad de Thief, y a la vez es la guinda en el delicioso pastel de la ambientación. Por un lado, a través del uso del sonido posicional, podemos hacernos una idea de dónde hay guardias, su número y su ruta de patrulla. Por otro, cada grupo humano tiene su manera particular de expresarse, y es una gozada escucharla: la mayoría hablan en inglés normal, pero la Orden del Martillo emplea un lenguaje deliberadamente medieval y arcaico, y los representantes del paganismo usan un extraño dialecto que añade a muchas palabras el sufijo "-sie" y desprecia las formas y tiempos verbales comúnmente empleados.

Este uso del sonido es fruto del buen hacer del músico Eric Brosius, esposo de Terri Brosius (la voz de SHODAN) y creador también de la música. Una música que es, casi todo el tiempo, un prodigio de sonido ambient, sutil pero siempre presente, que refuerza el suspense y el terror de arrastrarse por las sombras sabiendo que nos pueden matar en cualquier instante si nos ven o hacemos demasiado ruido. Tan sólo en algunos momentos escogidos se convierte en un tema electrónico más agresivo, como en la genial intro del juego.

Y si podemos convencerle de que nos invite, el muy perro.

Hora de preguntarse qué fumaba el arquitecto.

La excelente e inmersiva mecánica de sigilo de Thief le valió el elogio de la revista Salon 21st por ser capaz de meter al jugador en la piel del personaje protagonista mejor que cualquiera de sus contemporáneos (Doom o el ya citado Half-Life) y hacerle actuar como él. El contexto de las misiones que afrontamos como el ladrón maestro nos condiciona, de manera sutil pero clara, a eliminar los focos de luz, evitar o neutralizar a los posibles enemigos antes de que nos vean, y temer la posibilidad de ser visto más que a cualquier otra cosa. En ese sentido, no puedo estar más de acuerdo con lo que dice el artículo de la revista online, que resume el juego como "una verdadera realidad virtual".

Pero esa realidad virtual no se limita sólo a los ambientes en los que nos movemos, sino que se cimienta en una historia buena a la par que escueta. La trama se nos presenta en las secuencias cinemáticas que hacen de "briefing" de cada misión, dibujadas con un evocador estilo que trata de imitar la tinta sobre un pergamino, narradas en tono cínico por la voz de Garrett (al que encarna el actor Stephen Russell, que también logró fama entre los fans de System Shock 2 dando vida a XERXES y al capitán William Bedford Diego) y precedidas siempre por un extracto de los escritos sagrados de uno de los tres grupos principales (Custodios, Martillitas y Paganos) del juego; esos extractos empiezan enunciando de manera abstracta los preceptos que sostienen a estas facciones, pero a medida que avanza el juego van mostrando cada vez más relación con la misión en la que aparecen y con el hilo argumental. También encontramos detalles de la historia en los propios niveles, a través de conversaciones de guardias y de documentos, un poco en en estilo de System Shock y sus logs sonoros. Como siempre que se utiliza esa técnica, el jugador se ve más estimulado a prestar atención a los detalles cuando tiene que juntarlos y ordenarlos él mismo, y eso bueno para ejercitar el cacumen.

Para redondear la factura, los chicos de Looking Glass tomaron una idea prestada de Goldeneye para Nintendo 64, de modo que los distintos niveles de dificultad (normal, difícil y experto) nos piden objetivos progresivamente más difíciles: robar más valor en oro y objetos, obtener piezas valiosas muy concretas, y respetar la vida de los no combatientes o incluso de todos los humanos; después de todo, Garrett es un profesional, no un sociópata sanguinario.

¡Al ladrón! ¡Detenedle, por ahí va!

¿Estáis lanzando un hechizo, o tratáis de seducirme mediante sugestivos contoneos?

Vuestra pose me confunde, caballero.

Claro que, para compensar, el juego tiene algunos aspectos menos afortunados que agrian un poquito el dulce, dulce conjunto. Para empezar, el sistema de control por defecto, sin llegar a la obtusez de System Shock, no es precisamente digno de elogio; el típico WSAD (adelante-atrás-izquierda-derecha) se baja a las teclas SXZC, quedando W destinada a correr, A y D para girar, y F para agacharse. Peor aún, los otros dos conjuntos de teclas predefinidos (Unreal y Quake) resultan igual de engorrosos. No es que sea muy difícil acostumbrarse a la disposición de los controles, pero obliga a poner la mano sobre el teclado como si fuera una araña, y eso acaba provocando no pocas molestias; además, el número de acciones a las que se puede asignar una tecla es lo bastante grande como para desafiar los esfuerzos del más paciente a la hora de redefinir los controles.

Esa obtusez en la disposición de teclas también se traslada en cierta medida a las acciones. Por ejemplo, saltar y trepar funcionan con la barra espaciadora, y el salto también sirve para sujetarse a escalerillas y cuerdas antes de poder subir por ellas; el problema es que, según le dé el cuarto de hora al motor físico del juego, podemos dar el salto con demasiada intensidad, o demasiado poca, y lo único que hacemos es rebotar como un memo contra la cuerda o saliente que queremos agarrar, volver a caer en el sitio, y montar suficiente escandalera como para que los habitantes cercanos decidan acercarse a afilar sus espadas, garras o colmillos en nuestras costillas.

El genial diseño del sonido tampoco se libra de un par de collejas. El juego parece tener problemas a la hora de determinar si tenemos que oír por la izquierda o la derecha los pasos de los guardias; según nuestro encaramiento respecto a nuestro oponente, no es difícil que sus movimientos suenen por el altavoz o auricular izquierdo viniendo él por nuestra derecha. Y aunque no suframos esa circunstancia, en general es difícil determinar si un adversario está cerca o lejos.

Si no quieres ser como él, utiliza Gamefaqs.

Este sí que metió horas tratando de salir del nivel.

¿Y los niveles? Su tamaño y su complejidad son excelentes... y, a veces, excesivos. Dos de las misiones que añade Thief Gold respecto a la edición original del juego, que enfrentan a Garrett a un gremio de ladrones y a una secta de magos, son especialmente irritantes en este aspecto: no es difícil echar un par de horas en ellos sólo para cumplir sus objetivos, no digamos ya para saquear todo el oro y objetos de valor.

Para los fans también fue motivo de queja el que varios de estos niveles tiraran por derroteros más propios de Lara Croft, saqueando viejas tumbas abandonadas y ciudades perdidas, y enfrentándose a monstruos extraños en vez de a guardias humanos. Allá ellos: a mí siempre me hace gracia ver monstruitos fantásticos, aunque reconozco que esas partes le quitan algo de coherencia temática al juego. No faltará tampoco quien considere un punto en contra el que no esté traducido al español, pero para eso están A: la Escuela Oficial de Idiomas (como en mi caso) y B: la sección de "otras traducciones" de Clan Dlan, mirando por la T.

Y por último, dado que es un juego hecho con el Dark Engine (de hecho, es el primero que utilizó este motor gráfico creado por Looking Glass; de ahí su nombre), más vale que le echéis el guante al DDFix, un crack elaborado para que los juegos hechos con este motor (incluyendo el Thief II y el System Shock 2) funcionen con los controladores de tarjeta gráfica modernos, en vez de daros algún error bizarro.

El dorado es mi color favorito

Claro que los que compraron la edición original se estarán cagando en los muertos de Eidos.

Cuatro niveles, cuatro talismanes. Como debe ser.

Con sus defectos y todo, Thief es un juego imprescindible para todo el que tenga un mínimo de cariño al género de sigilo, dado que sentó las bases del mismo con mucha más firmeza que las historias de Solid Snake y Rikimaru que salieron el mismo año. Pero, a la hora de comprarlo, más vale que echéis el guante, si os es posible, a su edición especial: Thief Gold. Eidos Interactive, editora del juego, tenía por costumbre hacer ediciones especiales de sus títulos con ese subtítulo; la diferencia es que esta edición no se limitaba a añadir nuevo contenido, en forma de tres misiones, sino que permitía a los desarrolladores poner elementos que querían haber metido en el juego desde el principio, pero a los que tuvieron que renunciar por falta de tiempo. Así, en Thief Gold los cuatro talismanes que abren la catedral ya no están guardados de dos en dos, sino que cada uno tiene su propia misión, y además tenemos la oportunidad de enfrentarnos en persona a los Downwinders, un gremio de ladrones que sólo era mencionado en documentos en el Thief original.

Pero si sólo sois capaces de haceros con la edición primigenia, no os lamentéis; antes bien, palmead vuestras espaldas y gritad hurras por vuestra buena suerte. Thief es una prueba más de lo excelentes que eran los chicos de Looking Glass en su trabajo...

... Y también da testimonio de la putada que fue que el estudio desapareciera. Pero esa, ay, es otra triste historia, y deberá ser contada en otro triste momento, en este mismo lugar.

domingo, 14 de septiembre de 2008

C.H.U.D.: cuando la mugre saca los colmillos

El 11 de septiembre, día en que se cumple un aniversario doblemente infausto (además de tener lugar la Díada de Cataluña) cumplí seis meses como redactor en El Día de Ciudad Real. Y en parte para celebrarlo, pero también para cumplir mi "voto de puntualidad" de la semana pasada, aquí os brindo otra película bizarra de los años 80: una que, ya que hablamos del 11-S, nos lleva a Nueva York, pero no para admirar las desaparecidas Torres Gemelas ni el Central Park, sino para descubrir la de mugre que había en la ciudad al principio de esa década.

Ojalá hubiera sólo caimanes ahí abajo

Bueno, los que van a salir son mutantes, pero lo suyo no es el ninjitsu. Tienen un estilo más directo.

¿Quién esperas que salga de ahí? ¿Las Tortugas Ninja?

Nueva York a principios de los 80 era un lugar bastante peligroso, sobre todo en según que barrios y a según que horas; por eso Rudy Giuliani ganó elecciones dando a la poli carta blanca para ser más fachas que Franco, pero eso es otra historia. Y si consideramos la acción de pasear al perro por un suburbio de calles mojadas y edificios que han visto días mejores lo más peligroso en el Nueva York ochentero, podemos calificar a la mujer que vemos al comenzar el filme como idiota de remate.  La muy inconsciente, que además camina por en medio de la carretera como si pidiera a gritos que Joe Viterbo la añadiese a su marcador, decide detenerse con su Fifí (o como se llame) junto a una alcantarilla. Antes de que el animalito pueda hacer sus necesidades en medio de la calle, la alcantarilla se abre y unas manos deformes y garrudas se llevan a la mujer, con perro incluido, a sus ignotas profundidades. El título del filme sale sobre la tapa de alcantarilla, acompañado por una triste y siniestra melodía de sintetizador.

A la mañana siguiente, la vida sigue como si tal cosa en el barrio donde ha ocurrido el luctuoso suceso: las calles siguen igual de cochambrosas, los vagabundos siguen intentando subsistir de los restos que la sociedad tira a la basura, y George Cooper (John Heard, el padre de Kevin McAllister en Solo en casa) les fotografía en su lucha por la supervivencia. ¿Que no sabéis quién es George Cooper? Es un fotógrafo de moda al que el glamour y la frivolidad de la pasarela no le han matado la conciencia social, y que fue galardonado hace pocos meses por un reportaje fotográfico sobre los "subterráneos": vagabundos sin techo que se refugian en las alcantarillas y túneles del metro. En el momento que le conocemos, está mofándose (con bastante ingenio, todo hay que decirlo) de un periodista que le deja un mensaje en su contestador automático para pedirle más fotos, y preparándose para un día de trabajo junto a su novia, la modelo Lauren (Kim Greist, la mujer de Will Graham en Manhunter).

Una vez presentado el protagonista de nuestra historia, la película da un salto a la comisaría del distrito para presentarnos al otro protagonista: el capitán Harry Bosch (interpretado por Christopher Curry, y al que la versión doblada se empecina en llamar "Besch"), que está muy ocupado intentando quitar hierro a una repentina oleada de desapariciones de personas en el área, por orden directa de su superior, O'Brien (Eddie Jones), y esquivando las preguntas del fastidioso reportero Murphy (J.C. Quinn). Pero eso va a ser más difícil que nunca después de que un agente traiga a una vagabunda que acaba de intentar robar una pistola a uno de los agentes.

Las historias de Bosch y Cooper se cruzan cuando la vagabunda llama al fotógrafo para que pague su fianza, y le pide luego que le acompañe al subterráneo para llevar vendas a su hermano Victor (Bill Raymond). Bosch les pone un seguimiento mientras él se ocupa de investigar un nombre que aparece en uno de los informes sobre desapariciones: A. J. Shepard, alias "El Reverendo" (Daniel Stern, otro actor que aparecería años más tarde en Solo en casa), un hippy mugriento al que el capitán cree recordar que detuvo hace un lustro, y que ahora lleva una cocina económica para los pobres.

Cuando Bosch visita al Reverendo, este le ofrece una información de lo más alarmante: entre sus habituales hay unos cuantos "subterráneos", y resulta que no les ve desde hace semanas. No menos preocupante es lo que descubre el fotógrafo cuando visita a Victor: el vagabundo tiene una espantosa herida en la pierna, y en su agonía no hace más que pedir una pistola para protegerse "de los monstruos".

Bosch, que resulta tener motivos personales para investigar el caso (su mujer era la víctima que abría el metraje), forma una alianza con el Reverendo para investigar qué ocurre en las alcantarillas. Lo que descubre es que, por algún motivo, la Agencia de Protección Medioambiental lleva un mes prolongando una investigación de las alcantarillas que se supone que debería haber concluido hace tres semanas. Por si fuera poco, se han dejado algunos de sus instrumentos atrás, incluyendo un contador Geiger que, al encenderlo, varía en su medición de una manera harto sospechosa... como si la fuente de radiación que detecta se moviese.

Porque si no lo es, tenemos en nuestras manos un detector de... algo muy feo.

Bosch, ¿es normal que un contador Geiger fluctúe aunque estemos quietos?

Cuando Bosch recibe la noticia de que una niña ha aparecido en estado de shock, murmurando algo sobre un monstruo de ojos brillantes que se llevó a su abuelo, decide que ya ha encubierto las desapariciones durante demasiado tiempo. Él y A. J. Shepard llevan los objetos que encontraron en las alcantarillas, junto a unas fotos de las heridas de Victor (que obtienen entrando en el piso de George Cooper), a una reunión con los superiores del capitán y con un representante de la Comisión Reguladora Nuclear (NRC en inglés) llamado Wilson (George Martin). Si bien al principio los tres prebostes niegan que pase algo raro y se burlan de los "monstruos" de los que hablan, acaban por admitir que todo tiene que ver con un intento de transportar residuos radiactivos por las alcantarillas de Manhattan, y con el mandato judicial que paralizó dicho transporte justo cuando la mierda tóxica estaba bajo la ciudad. Cuando, pese a ello, se empeñan en asegurar que la situación está bajo control, A. J. Shepard se larga cabreado... no sin antes provocar que a Wilson se le caiga una carpeta con las siglas C.H.U.D.

O lo que queda de él.

Damas y caballeros: con todos ustedes, el C.H.U.D.

Wilson no tiene más remedio que admitir que sí, hay un monstruo de ojos brillantes llamado C.H.U.D., o "Cannibal Humanoid Underground Dweller" (caníbal humanoide habitante del subsuelo). Bosch y sus superiores acuden con él a una autopsia de la criatura, en el transcurso de la cual el hombre de la NRC les intenta tranquilizar, asegurando que el difunto bicho era único en su especie y que por tanto ya no hay motivo para temer por la vida de nadie; por supuesto, Bosch no lo cree, y decide enviar a un escuadrón con lanzallamas para acompañar a la siguiente expedición de las alcantarillas... que acaba como la unidad de los USCM que visitaba Acheron en Aliens.

Tras ese fiasco, hasta los superiores de Bosch están de acuerdo en que hay que alertar a la opinión pública, pero Wilson sigue creyendo que puede solucionar el asunto de manera encubierta, gaseando a los bichos en sus alcantarillas. El muy iluso no sabe que Murphy ha puesto a George Cooper y su novia sobre aviso acerca de los manejos de la NRC y la policía en el subsuelo, y que el fotógrafo no ha tardado en asociar las palabras del periodista con la desaparición de sus fotos sobre el vagabundo malherido. Por si fuera poco, Bosch y Murphy no piensan quedarse quietos mientras se echa tierra sobre el asunto... como tampoco lo piensan hacer los C.H.U.Ds, ante la creciente escasez de carne humana en su hábitat natural.

Aquí todos (los cadáveres) flotan

¡Sobre todo cuando deciden bajar a rodar en las alcantarillas para ahorrar pasta en escenografía!

¡Rodar pelis de ciencia-ficción con los italianos es un coñazo! 

C.H.U.D. (que el memo del distribuidor español se empeñó en subtitular como "Caníbales Humanoides Ululantes Demoníacos") no es precisamente una película de Oscar. Su banda sonora no destaca ni por buena ni por mala, sus interpretaciones no llegan a tener esa chispa que las hace inolvidables, sus FX pueden resultar algo pasados hoy en día, y su guión no es tan original como para matar por él. ¿Por qué entonces fue tan aclamada en su día? ¿Por qué se ha convertido en una referencia de la cultura pop estadounidense, hasta el punto de ser citada tres veces en Los Simpson?

Tal vez la culpa la tenga que el guión sepa guardarse la carta de los monstruos que dan nombre al filme durante la primera mitad: sólo entrevemos fragmentos de las bestias, o los terribles resultados de sus acciones, generando así la necesaria expectación previa antes de que les veamos la cara... igual que toda peli de monstruos hecha con sentido común.

O puede que tenga que ver que los C.H.U.Ds sean tan memorablemente horrendos. Cuando por fin les vemos con claridad, resultan semejar un primo feo de Nosferatu con ojos amarillos que brillan en la oscuridad. A medio camino entre el mito vampírico arcaico y el zombi post-Romero, comparten con ambos la capacidad de infectar con su mordedura a los que no mueren a sus garras, como sugiere la escena en la que Cooper hace una segunda visita a Victor y es atacado por él.

¡Y TAMPOCO LE HAGO ASCOS A LOS CEREBROSSSSSSSSS!

¡LA SANGRE... ES... LA VIDA! 

Tampoco hace daño que la película se esfuerce en hacer más compleja la trama contando dos historias que, hasta la recta final, operan de manera paralela. Tanto Cooper como el tándem Bosch-Reverendo investigan el horror desatado por los C.H.U.Ds, y a medida que profundizan se van encontrando indicios más claros de que al menos una rama del Gobierno de los Estados Unidos es responsable de la chapuza que ha dado origen a estos monstruos... aunque no llegaremos a saber la profundidad de su implicación hasta que los "héroes" hagan un terrorífico descubrimiento en el fondo de las alcantarillas cerca del final. C.H.U.D. mantiene de esta manera el interés sin necesidad de recurrir al viejo truco de mostrarnos a los bichos cada dos por tres descuartizando gente (de hecho, la mayoría de muertes las causan fuera de plano, reforzando su impacto psicológico), y aprovecha además para lanzar un mensaje con toques ecologistas y de crítica al excesivo poder de los lacayos del Leviatán estatal. De hecho, por terribles que sean sus acciones, al final de la película queda bastante claro que los C.H.U.Ds no son los verdaderos villanos; ese dudoso honor corresponde al irresponsable cabrón de Wilson, su involuntario creador.

Otro recurso del que C.H.U.D hace buen uso, aunque en pequeñas dosis, es el humor negro. La "conversación" de George Cooper con el periodista que está dejando un mensaje en su contestador es uno de los momentos más brillantes en ese sentido; el otro es cuando un siniestro secuaz de Wilson con polo de Lacoste y gafas de sol impide a Shepard llamar a la prensa... ¡comiéndose su moneda!

¡Vaya, que despiste! Los móviles todavía cuestan demasiado para un hippy zarrapastroso. ¡Mala suerte!

La llamada que quieras hacer, la tendrás que hacer por móvil, Shepard. 

(¡SPOILER!) Pero el mejor latigazo de humor negro lo tenemos en la retransmisión radiofónica que hace las veces de amargo epílogo, en la que se niega la existencia de los monstruos del subsuelo: pese a los esfuerzos de los protagonistas por revelar la verdad, Wilson acaba por triunfar en su objetivo de encubrir lo que ha pasado en las entrañas de la ciudad.

En el lado de los fallos, aparte de la estupidez de la que hace gala la primera víctima (se puede decir que la película comienza con un momento ¿¡EEEEEHHHHH!?), hay algunos puntos en que el metraje decae un poco en interés, haciendo desear al espectador que los C.H.U.Ds cruspan a alguien para darle vidilla, y el comportamiento de Wilson evoluciona de "burócrata corrupto" a "megalómano psicótico-villano de opereta" a medida que se acerca final. Tampoco es que esté muy claro lo que pasa en la, por otro lado, eficaz escena en la que Lauren intenta desatascar su ducha para acabar bañada por un chorretón de sangre, o en su duelo contra un C.H.U.D de cuello extensible que parece querer facilitar su decapitación a manos de la modelo.

La edición española corta además la escena en la que Bosch por fin encuentra lo que queda de su mujer. ¿Tal vez por ser demasiado gore para los estándares de nuestro país a inicios de los 80? A saber. Tampoco es que afecte demasiado a la trama, porque Bosch ve suficiente a lo largo de su investigación como para imaginar el triste destino de su media naranja.

C.H.U.D es, en pocas palabras, una película entretenida para pasar una tranquila y sangrienta sobremesa, pero no es uno de esos filmes que te cambian la vida. A no ser que trabajéis de poceros, en cuyo caso es posible que paséis unos días sobresaltándoos ante cada sombra, pensando que es un C.H.U.D dispuesto a hincaros el colmillo.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Muertos y enterrados: ¡bienvenidos a Potter's Bluff!

Pasadas mis vacaciones, mi trigésimo cumpleaños y la crisis existencial asociada al mismo, llegó el momento de reincorporarme al blog. Y para ello voy a intentar, a partir de ahora, mantener una periodicidad semanal para mis críticas, a ver si así me vuelvo más prolífico. Consideradlo mi propósito de Año Nuevo En El Blog.

Y como inauguración de esta nueva etapa, he decidido cumplir mi promesa a Paula y hablar de Muertos y enterrados, un clásico del terror de principios de los ochenta salido de la calenturienta imaginación de Dan O'Bannon y Ronald Shusset, los mismos guionistas que escribieron Alien y Desafío Total.

"Potter's Bluff: una nueva forma de vida"

El truco estaba en que no explicaba en qué consistía exactamente esa nueva forma de vida.
Por una vez, la publicidad turística decía literalmente la verdad.

Nuestra historia comienza en una playa de la tranquila localidad de Potter's Bluff, en el condado de Rhode Island, Nueva Inglaterra; a tiro de piedra, como quien dice, de Providence y Quahog. Un joven (el recientemente fallecido Christopher Allport) hace fotografías a los trastos de pescador desperdigados por la pequeña cala cuando encuentra de repente a una bonita joven rubia (Lisa Blount, de Oficial y caballero). Ella no tarda en flirtear con él, jugando primero a adivinar su nombre por la cara (ella cree que él tiene pinta de llamarse Freddy; él, que ella tiene cara de llamarse Lisa, lo cual no sé si es un chiste privado con la actriz o pura vagancia de O'Bannon y Shussett), y posando luego para su objetivo. Lástima para "Freddy" que, apenas la situación sube de temperatura y tiene oportunidad de cambiar la cámara por el músculo del amor, "Lisa" se revele como el cebo de una sangrienta trampa. Una nutrida pandilla de hombres y mujeres de todas las edades no tarda en rodearle y propinarle una brutal paliza, que rematan quemándole vivo; como son bien educados, le dan la bienvenida al pueblecito antes de prenderle fuego. Y todo ello mientras le hacen decenas de fotografías, lo que convertiría al infortunado Freddy en la primera víctima conocida de happy slapping en la historia.

Esa misma noche, su furgona aparece volcada, ardiendo y sin  matrícula, con su cuerpo dentro; está claro que sus atacantens intentaron simular un accidente para no levantar sospechas. Mientras los bomberos sofocan las llamas, el sheriff de la localidad, Dan Gillis (James Farentino, protagonista de la legendaria serie El Trueno Azul), intenta averiguar dónde se ha metido William G. Dobbs (Jack Albertson), embalsamador local que hace las veces de forense para el exiguo departamento policial. Dobbs no tarda en aparecer en su coche de pompas fúnebres, con música de los años 30 resonando en los altavoces y una actitud jovialmente excéntrica ante su macabra tarea. Mientras Gillis y Dobbs intercambian pareceres sobre la identidad del infortunado y la causa exacta de su muerte, el gruista del pueblecito, Harry (Robert Englund, dos años antes den interpretar al entrañable Willy en V y tres antes de pasar a la leyenda con Pesadilla en Elm Street), intenta alcanzar el cadáver para sacarlo... y descubre que el hombre quemado ha tenido el inmenso infortunio de sobrevivir a las llamas.

El siguiente día pasa con normalidad para la mayoría de habitantes, dejando de lado el hecho de que un desconocido agoniza con quemaduras de tercer grado en el hospital local. Claro que, teniendo en cuenta que no tardamos en empezar a recordar algunas caras que estuvieron presentes en el "recibimiento" del pobre "Freddy" (empezando por la dueña de la cafetería local, que con fingido asombro pregunta al sheriff por el horrendo "accidente"), no nos extrañamos de la calma. Tampoco nos extrañamos de que el sheriff Gillis sea incapaz de seguir con su vida como si tal cosa. Tal vez influya que durante sus pesquisas descubre que el extraño, cuyo nombre resulta ser George Lemoyne, recibió la visita de su encantadora mujercita Janet (Melody Anderson, la guapa Dale Arden en Flash Gordon) antes de churruscarse; cuando Dan le pregunta por el tema, ella pone la excusa de que le iba a comprar equipo fotográfico para la escuela en la que trabaja como profesora, pero resulta que el director no sabe nada del tema cuando el sheriff se lo comenta.

Por cierto, que el dueño del motel de Potter's Bluff se parece en físico y comportamiento a cierto personaje televisivo...

Cuando a una mujer visita a un hombre en su habitación de motel, ya se sabe bien a lo que va. Va allí porque es un fresca, y esto es verdad aquí y en Lima.

 Hola. Soy el Bonico. El Bonico del Tó.

Volviendo a Dan, el otro motivo de su intranquilidad es que su doctorado en Criminología le ha dado un quinto sentido y medio digno de Dylan Dog, y ese quinto sentido y medio le dice que el accidente de la furgoneta es una escena cuidadosamente dispuesta para encubrir un atroz asesinato. Gillis acaba por confiar sus sospechas a Dobbs, quien, tras exponerle su particular visión ética y estética de su trabajo de embalsamador (uno de los mejores parlamentos del metraje), reconoce que es una posibilidad bastante plausible.

Cuando un marinero borracho topa con el "comité de bienvenida oficial" de Potter's Bluff y aparece muerto, la teoría de Dan Gillis parece cobrar fuerza, y más aún cuando el desconocido churruscado es víctima de un atentado fatal a manos de su amiga Lisa antes de poder hablar con el oficial de la ley. También cobran fuerza las tiranteces entre Gillis y Dobbs; el anciano se toma los recientes óbitos con dos partes de temperamento artístico y una parte de espíritu empresarial, y a Gillis le enfurece cada vez más que trate tan a la ligera dos asesinatos ocurridos en "un pueblo que cabe en la palma de la mano".

... ni los ojos de los quemados vivos se respetan.

Cuando las ganas de morfina aprietan...

Lo que el quinto sentido y medio de Dan Gillis no alcanza a decirle es que en el fondo de este asunto hay algo muchísimo más raro que un grupo de paletos con una idea de la diversión propia de un sketch de Miguel Gila. Nosotros, sin embargo, lo vemos con total claridad cuando una familia perdida entra una noche en la cafetería del pueblo a preguntar por dónde ir a su destino y dónde coger gasolina, y uno de los empleados de la estación de servicio  se ofrece a ayudarles. ¿A que si os digo que se llama "Freddy" vais a adivinar de quién se trata?

Sobre todo si tenemos en cuenta que la última vez que te vimos parecías el puto Paciente Inglés.

¡Dichosos los ojos, Freddy! ¡Qué buen aspecto tienes, ladrón!

Pero Dan va a toparse muy pronto con un indicio claro del feo secreto de Potter's Bluff. Literalmente. La misma noche que la familia tiene la mala fortuna de cruzarse con el "comité de bienvenida", el sheriff atropella a un hombre que, a pesar de la violencia del choque, propina un fuerte golpe a Dan cuando se acerca y se da a la fuga... olvidándose en la rejilla de ventilación del coche patrulla un brazo que todavía se mueve por si solo. Tal vez Gillis no sepa muy bien qué pensar cuando mande analizar los restos de la extremidad, pero los espectadores no tardaremos en empezar a figurárnoslo...

Motivos para temer los pueblos pequeños y tranquilos

Muertos y enterrados es un buen ejemplo de cómo hacer una película de terror porque, en primer lugar, sabe darle a la acción un  ritmo lo bastante pausado para que la audiencia aprenda a conocer a los personajes principales, sin ser tan lento como para convertirse en una cura contra el insomnio; y en segundo lugar, juega a tener al espectador más informado que el protagonista como fuente adicional de intranquilidad y miedo. La investigación de Dan Gillis avanza con la parsimonia que lo haría si se diera la misma situación en el mundo real, mientras los espectadores nos damos cuenta, con  creciente alarma, de que entre los pueblerinos reconocemos cada vez más caras de los participantes en los asesinatos: nos dan hasta ganas de avisar al sheriff a gritos de que está rodeado de sanguinarios asesinos, y eso siempre es señal de que una película está sabiendo mantener la tensión como Dios manda.

También ayuda que los asesinatos sean crueles y, en general, bien realizados, gracias a las magistrales artes de Stan Winston. Salvo en un caso concreto al que me referiré más adelante, todas las muertes están caracterizadas con atroz realismo. Pero la labor de Winston también se extiende a otros momentos del metraje (cuya mención revelaría más de la trama de lo deseable); el mejor de todos posiblemente sea aquel en el que vemos, en un encuadre fijo y a través de un juego de desvanecidos, el proceso por el que William G. Dobbs reconstruye el cadáver de una de las víctimas, una escena a la vez bella y sangrienta.

La atmósfera de amenaza, tensión y muerte tiene un excelente aliado en la banda sonora compuesta por Joe Renzetti, que sabe alternar lo bucólico y lo ominoso, e incluso llega a prefigurar en algunas melodías el trabajo de Akira Yamaoka para Silent Hill.

En cuanto a las actuaciones, tanto James Farentino como Jack Albertson encarnan con convicción a sus personajes, aunque el veterano destaque bastante más por tener a un personaje tan excéntrico y entrañable como Dobbs a su disposición. El resto del elenco les complementa correctamente, y hasta logra arrancarnos algunos escalofríos extra en las escenas de los asesinatos, sonriendo con cándida alegría mientras acosan a sus futuras víctimas o contemplándoles con tranquila indiferencia mientras les masacran.

Sus bienvenidas son para morirse.

El comité de recepción de Potter's Bluff en acción.

Pero todo ese terror queda automáticamente superado por todos los giros inesperados que da la historia en su tramo final, llevándola a territorio lovecraftiano (¿o acaso pensábais que O'Bannon y Shusset situaron el pueblecito al lado de Providence al azar?) y asestándonos una sonora bofetada en sus últimos y terribles segundos. Baste decir que (¡ALERTA DE SPOILER!) Manuel Ortega Lasaga vio esta película antes que El Sexto Sentido, y eso le permitió adivinar la sorpresa final del filme de M. Night Shyamalan.

Sin embargo, en el excelente conjunto de la película hay un par de fallos que chirrían como un reggaetonero en un festival de heavy metal. Uno tiene que ver con el momento ¿¡EEEEEHHHHH!? protagonizado por la familia que se convierte en objetivo de los habitantes de Potter's Bluff a mitad del metraje. Tras sufrir un choque contra una farola, se empeñan en buscar ayuda en una casa cercana, a pesar de todos los signos que muestra de llevar abandonada unas cuantas décadas, incluyendo telarañas que podrían valer como redes de pesca de lo gruesas que son; el marido parece darse cuenta bastante antes que la mujer de que lo que están haciendo es una memez, ¡y a pesar de ello sigue buscando ayuda en el sótano de la casa en vez de largarse de allí con viento fresco! La posterior persecución a manos de los sonrientes pueblerinos no causa tanto impacto después de ver durante varios minutos a dos adultos supuestamente responsables hacer tanto el mongolo como para provocarnos ansias homicidas, o al menos el deseo de nominarles a los Premios Darwin.

Otro fallo gordo tiene que ver con uno de los asesinatos, que al parecer es fruto de la presión de los productores por meter más gore en la película, y cuyos efectos especiales no corrieron a cargo de Winston. La buena impresión de las escenas gore anteriores se ve parcialmente arruinada al ver un maniquí de plástico cantoso deshacerse con ácido mientras mueve robóticamente la mandíbula para simular (sin éxito) los gemidos agonizantes de la víctima. Y ya que hablamos de asesinatos, uno de ellos lo vemos dos veces (en el momento que ocurre, y en la grabación en súper 8 que hacen los dementes pueblerinos), y los hechos ocurren de manera totalmente distinta en las dos ocasiones, lo que es un error de continuidad bastante grave.

Pero que estas meteduras de gamba no os alejen de Muertos y enterrados, si es que la podéis encontrar por ahí en vídeo o DVD, porque es una de las mejores y más atmosféricas películas de terror de principios de los 80, y vale más que el 80% de lo que hoy pasa por cine de terror. Tal vez porque en aquellos tiempos todavía se podía hacer una película de terror para mayores de 18 años sin que la productora interfiriese para amariconarla en pos de la odiosa clasificación PG-13, tumba y ruina de tantos títulos de género actuales.