jueves, 31 de diciembre de 2009

Propósitos de año nuevo, ahora que el viejo agota sus últimas horas

En el momento que escribo estas líneas, todos estamos apurando los últimos preparativos de la tradicional cena de Nochevieja, y pensando qué deseos vamos a pedir cuando las campanadas den entrada al primer año de la nueva década, y qué propósitos nos vamos a hacer. En el capítulo de estos últimos, yo lo tengo claro: me propongo firmemente ser más regular actualizando la peich que en los últimos caóticos meses, que mis pocos lectores vais a acabar cabreándoos con razón por mi vagancia.

Y mira, creo que para abrir el año voy a hablar de algo que hasta ahora no trataba en La Página Negra. ¿El qué? Dejad que os dé una pista:

Y con estas me despido, no sin antes felicitar a Cszmorpheus por terminar Psychonauts sin sufrir un ataque de ira homicida en el proceso con el puñetero último nivel. Ahora sólo nos queda que Schafer decida anunciar con el nuevo año una secuela de las aventuras de Raz y compañía, o una conversión a PC de Brütal Legend, y seré feliz.

martes, 22 de diciembre de 2009

Manifiesto: ¡quitad vuestras sucias manos de mi Internet, mamones!

A estas horas, estoy preparando mi marcha de vacaciones a Santander, pero sin prisas, que el temporal de hielo y nieve que está entorpeciendo el tráfico a la altura de Madrid no da para muchas. También estoy preguntándome cuando reuniré Fuerza de Voluntad (tirada extendida a Dificultad 10, hay que sacar siete éxitos) para postear una nueva entrada como Dios manda, y de qué hablaré en ella. Además de todo eso, estoy escuchando la banda sonora de The Warriors para aclarar las ideas, por si a alguien le interesan esa clase de detalles.

Pero antes, y a petición de dos de los escasos lectores de La Página Negra, quiero tratar el asunto este de que el anteproyecto de la Ley de Economía Sostenible quiere incluir unas disposiciones para prohibir a los malvados internautas que se den paseos en mula. Más que nada porque, tras hablar con ambos lectores en una productiva conversación de café (que incluyó temas tan apasionantes como los cambios que Spielberg y Lucas hicieron a ET y la trilogía de La guerra de las galaxias, y por qué se vieron condenados a hacerlos para poder reestrenarlas), me di cuenta de que, por mucho que deteste a la SGAE, a la actual ministra de Cultura y a sus aliados, tampoco deberían olerme bien los que se han erigido en “representantes” de la muchachada internetera.

De modo que, desde mi punto de vista de indocumentado semiautista, permitidme un manifiestillo de cosecha propia sobre el asunto.

Advertencia: las opiniones vertidas en este panfleto sólo son responsabilidad del Pequeño Perdedor, quien reconoce ser algo (bastante) ignorante en el tema. Ergo, el autor pide perdón anticipado por los momentos de demagogia pancartera, bilis desatada o generalización odiosa en los que pueda incurrir.

Yo, yo mismo y el menda, manifiesto lo siguiente:

1. Está muy, pero que muy mal eso de colarnos una regulación sobre el tema de tapadillo en la Ley de Economía Sostenible. Más que nada porque, dado que es una normativa que afecta a un asunto muy sensible para la población en general (quien más y quien menos se ha bajado algo del eMule alguna vez), es de esas cosas que mejor se debaten en público durante unos meses, dando oportunidad a todas las partes afectadas para que den su opinión y/o desbarren, y a conocer mejor datos como si el consejo dependiente del Ministerio de Cultura va a poder cerrar webs de enlaces por sus santos cojones o no.

2. Está bien eso de respetar los derechos de los creadores, pero ¿es la mejor manera de hacerlo criminalizar a todo el que se baja algo por el P2P y ponerle, no sé, un multazo de 119.000 dólares por bajarse una docena de canciones? ¿Hasta qué punto las descargas de una película, libro, disco, videojuego o lo que sea equivalen a ventas perdidas? ¿Cuántas son de personas que, ya fuera por el precio prohibitivo (sobre todo en los videojuegos: Dios, qué manera de atracarnos a mano armada tienen a veces las compañías, sobre todo en consola) o por otro factor, no se lo iban a comprar de todas maneras? ¿Cuántos de esos últimos decidirán tras probarlo que el producto cultural vale el dinerito que piden por disfrutarlo? ¿Cuántos se descargan obras que son inencontrables en nuestro país?

3. Por lo que le oigo comentar a muchos grupos de música, y al menos a una guionista (¡hola, doña Small!), no está tan claro que el P2P sea el gran enemigo de los creadores. Si la ministra de Cultura quería defenderles de algo, haría bien en fijarse en otros objetivos que les hacen bastante más daño. Por ejemplo, las discográficas que ofrecen contratos abusivos, los productores que van a la caza de la subvención y dejan al cineasta en la estacada, las majors que imponen sus mierdas en cartelera sobre películas que a lo mejor son mejores, pero que son españolas… La lista sigue y sigue.

4. Ya que estamos en materia, ¿hasta qué punto la lucha contra la “piratería” es por defender los derechos de los autores, y hasta qué punto es para defender los derechos de explotación de las editoriales, discográficas, productoras y demás? Más que nada porque uno de los paladines (guardia negro, más bien) de esta cruzada es la Sociedad General de Autores y Editores. Que a mí me parece de puta madre luchar porque los creadores puedan vivir, y bien, de su trabajo, pero ya me hace tanta gracia que toda esta movida se haga para que los distribuidores que les chupan la sangre (salvo honrosas excepciones, que pueden ser más o menos numerosas) puedan hacerse más de oro.

5. Y de ahí pasamos a la excepción en el grupo de creadores, en concreto de creadores musicales. Sí, me refiero a esos odiosos cretinos sin talento, y a otros de su misma cuerda (sí, Alejandro Sanz, esto también va por ti), que se quejan de que los malísimos piratas del P2P les hacen perder dinero mientras se compran chalet nuevo en Miami o meten sus cuartos en Liechstein para no pagar tributo a Hacienda. Como decía un famoso e-mail que corre por la Red, hay que joderse que una banda de niños ricos que viven de (mal)cantar vengan a llorarnos a una panda de mileuristas que el eMule les está dejando pobres.

6. Hay que hacer también autocrítica, y reconocer que muchos nos hemos tomado el P2P como una barra libre. Eso tampoco puede ser, aunque no sea yo quién para afear esa conducta a los demás. Comprendo que, cuando eres un joven sin ingresos propios y que vive de parasitar a la fuerza a sus padres, recurras con más frecuencia al eMule o al Ares, pero si llegas a un punto en el que tienes sueldo propio y eres capaz, ¡oh maravilla! de ahorrar lo suficiente para ello, ¿por qué no comprar en vez de bajar? Sobre todo si se trata de un juego, libro o peli a un precio asequible: si se trata, por ejemplo, de un videojuego que acaba de salir al mercado y que está al precio habitual en esos casos (léase: un puto atraco a mano armada)… ahí ya no entro a censurar, aunque yo mismo haya pagado de todas formas en tres ocasiones (y en una de ellas mi arrepentimiento fue amargo como morder un limón, pero esa es otra historia).

7. Entrando a la negociación de la ley, ¿quiénes son los que fueron a hablar con la ministra del asunto en nombre de todos los internautas? Porque yo no les conozco y, desde luego, no les he elegido. Que no dudo de su buena voluntad en defender nuestros intereses, pero me gustaría saber mejor quiénes son y para quién trabajan antes de aclamarles como mis salvadores. Ya saben, por si acaso están siguiendo la agenda de algún lobby tecnológico para convertir la Red en su cotolengo privado, o cambiar las normas para quedarse ellos con todo el pastel y dejar a todos, internautas y creadores, con el culo en pompa para que ellos se lo desfonden.

Vale, quizás debería haberme parado en “cotolengo privado”.

8. Puestos a preguntar, ¿quién coño es la Coalición de los Creadores? Porque doña Pitu se lo pregunta, y con motivo, y a mí también me ha despertado la (in)sana curiosidad. Por el olor a podrido que emana de ellos, mayormente.

9. Voy a confesar una honda perversión: he llegado a la conclusión de que me gusta el canon. ¿Por qué? Porque, como me explicó un profesor universitario experto en el tema durante la elaboración de un reportaje el año pasado, es una tasa que sirve para compensar el perjuicio que el derecho a la copia privada (que incluye, hasta donde llega mi entendimiento, el asunto del eMule) puede provocar a los derechos de explotación de los creadores. De modo que, cuando nos llaman “piratas” los muchachos de la SGAE, están olvidando que ellos ya cobran una generosa compensación para repartirla entre sus asociados. Para que nos entendamos: o cobran el canon, y entonces no sé a qué coño viene esta criminalización del P2P en el lenguaje y en los cambios legales que pretenden provocar, o sí somos unos piratas de mielda, y entonces sanseacabó el canon (o sansebajóunhuevo, que también puede ser). Las dos cosas, como parece que pretende el osito Teddy, no van a poder ser. No en un país que pretenda ser algo más que una república bananera. Otra cosa es que el criterio que la Innombrable emplee para repartir el canon entre los suyos sea más que discutible, pero no tengo ganas de meterme en esos jardines.

10. Podría seguir fustigando a los partidarios de la ley (y a algunos de mi lado, incluyendo a mí mismo) un buen rato, pero vamos a dejarlo en diez puntos, y lo vamos a hacer de esta manera: hace falta garantizar los derechos de los creadores, pero sin mandar a la mierda los derechos de los ciudadanos de a pie, y viceversa. ¿Cómo? No lo sé, no soy David Bravo. Pero lo que sí tengo claro es que dejarse llevar por lo que digan algunos lobbies que dicen representar a todos los creadores, pero que sólo tienen en mente el interés económico de las compañías distribuidoras, de sus propios gestores (sí, Ramón, es a ti a quien me refiero; a ti y al osito), o de los animatronics sonoros (me niego a llamarles “músicos”) que más se escuchan en los cutrediscobares de este puto país, no es el modo. Tampoco lo es dejarse llevar por los intereses del lobby de las nuevas tecnologías. En este asunto, como en tantos otros, sospecho que la mejor (o menos mala) solución va a ser que todos los dejemos algunos pelos en la gatera, pero sin que nadie intente escaquearse y dejar menos pelos que el otro. O algo así

Y como poner tantas tonterías seguidas agota, y leerlas agota más, les dejo con unos minutos musicales relativos al tema tratado.

Para qué nos vamos a engañar, mi intento de mostrar una postura mesurada y equilibrada acaba de irse a la mierda con este video. Pero, ¿qué importa? Soy un puto mindundi que malvive en un piso compartido, no un creador de opinión. Si les ha ofendido, me disculpo enormemente, y prometo volver a contar las películas que me veo y los juegos que me paso en la próxima actualización.

Que será… um… Mejor que esperéis sentados mientras llega, chicos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Psychonauts: viaje hipertronchante al fondo de la mente

Vergüenza me debería dar no haber publicado una actualización en honor a Halloween, mi fiesta de importación favorita, y haber desaprovechado también el reciente viernes 13, pero entre mi intento de escribir una novela en un mes, mi reciente viaje a Santander para ver a la familia, y mi reciente retorno al aprendizaje de las artes marciales (que abandoné siendo bien joven), no he tenido tiempo hasta ahora para ocuparme del blog. Por lo menos, hoy os puedo presentar una extensa crítica de una de las más extrañas y entrañables joyas jugables del último lustro, cortesía de una de las mentes más inquietas del mundillo: la de Tim Schafer. ¿Que quién es Tim Schafer? ¡Me encanta que me hagáis esa pregunta!

Una mente maravillosa

¡Seré un Psiconauta aunque a mi padre le repatee!

Si para ir a Whispering Rock hay que montar en un mini-pony, que así sea.

Dejadme que os haga una serie de preguntas. ¿habeís jugado alguna vez al Monkey Island? ¿Al Day of the Tentacle? ¿Full Throttle? ¿Grim Fandango? Si habéis respondido a todas estas preguntas con un rotundo ¡desde luego! pertenecéis al grupo de los viejos rockeros que jugaban en PC y compatibles, cuando la aventura gráfica era el género rey; también pertenecéis al nutrido grupo de personas que han disfrutado, de una u otra manera, del genio de Tim Schafer.

Según él mismo explica en una entrevista concedida a 1up.com, de pequeño se aficionó a los videojuegos gracias a una consola Magnavox Odyssey que su padre trajo un día a casa, y a una Atari con la que se hizo poco después. De ahí que sus intereses profesionales se acabaran por dirigir a las computadoras, primero en el colegio y luego en la universidad. Sin embargo, durante sus estudios de grado superior, primero en la UC Santa Cruz y luego en Berkeley, descubrió que le resultaban más interesantes las clases ajenas a su licenciatura: interpretación de sueños, antropología, lengua inglesa… Eso le acabó conduciendo a desear convertirse en escritor, trabajando en la industria informática para comer hasta que pudiera ganarse las alubias con la pluma. Lo que no sospechaba era que su afición a los videojuegos le iba a acabar ayudando a compaginar ambas cosas; más que nada porque, por aquel entonces, el diseño de videojuegos no parecía una carrera profesional con demasiado futuro.

Resultó que Tim y otros tres amigos formaron un grupo de programación al que le encantaba trastear con el SCUMM (Script Creation Utility for Maniac Mansion), el motor de la seminal aventura gráfica de LucasArts (entonces Lucasfilm Games); a la compañía le gustó lo que veía en él y otro de sus compañeros, y les invitó a formar parte de su plantilla. Tim pifió la entrevista telefónica inicial (dijo que era fan de uno de los juegos de la compañía… ¡sin darse cuenta de que estaba refiriéndose a una versión pirata del mismo!), pero no tardó en arreglarlo con el envío de un cómic en el que representaba su intento de conseguir trabajo en la firma como si fuera una aventura gráfica.

Los primeros proyectos de Schafer incluyeron la versión para la NES de Maniac Mansion y las pruebas de funcionamiento del juego de acción Indiana Jones and the Last Crusade, pero pronto le pusieron a cargo de escribir junto a Dave Grossman el diálogo de una nueva aventura gráfica: The Secret of Monkey Island. El juego estaba planteado originalmente como una adaptación inconfesa de La isla del tesoro de Robert L. Stevenson; los descacharrantes diálogos que Schafer y Grossman escribieron a modo de primer borrador descarrilaron el plan original, y contribuyeron a convertir este juego en el clásico cómico-fantástico que es hoy en día. De ahí pasó a su primer trabajo como jefe de proyecto con Day of the Tentacle, y de ahí a la gloria con Full Throttle, una aventura de moteros postapocalípticos, y con Grim Fandango, una intriga detectivesca ambientada en un mundo de los muertos de clara inspiración azteca.

Para desgracia de muchos, LucasArts decidió con el cambio de milenio que todo eso de las aventuras gráficas era muy bonito, pero no daba de comer, y que lo mejor era ir a lo seguro y exprimir la franquicia de Star Wars hasta que pareciera un limón reseco. ¿Se amilanó Tim? ¡NO! Montó su propia compañía, Double Fine Productions, y creó un juego de un género distinto, las plataformas, pero con el peculiar sentido del humor y de la maravilla que caracteriza a sus producciones.

El resultado fue Psychonauts, un juego que fue editado en 2005 por la distribuidora Majesco, que recibió los parabienes de la crítica especializada… y que vendió casi tan mal como un DVD de cine iraní, contribuyendo en gran medida a que Majesco se dedique ahora a publicar juegos para casuals en la DS y la Wii.

A primera vista, parece que lo que le ocurrió a Psychonauts fue toda una injusticia. Pero ay, queridos lectores, porque cuando terminéis de leer esta crítica, os daréis cuenta de que no fue una injusticia: fue algo muchísimo peor. Fue un brutal recordatorio de que los jugones, como masa, tenemos una capacidad bastante reducida para reconocer lo bueno y apreciarlo, y que tendemos a merecernos más de lo que creemos que compañías como EA y Ubisoft nos bombardeen con la chorrogésima parte del Need for El Neng, Fifa 20XX Ultrasur Edition, Raving Rabbids se lo montan con Sasha Grey y demás ponzoñas.

Excepción hecha, claro está, de los que compraron (¿comprásteis?) el juego nada más salió a la calle, con precio prohibitivo y todo. Los demás, hagamos penitencia leyendo esta crítica.

Un psiónico en un campamento/la mente me reventó

Lo digo porque ese bicho parece muy grande, muy feo y con ganas de censurarme permanentemente... si sabe a lo que me refiero.

Señor Nein, ¿seguro que esto es parte del entrenamiento extra?

¿Qué hacer si tu hijo es psíquico y no sabes cómo ayudarle a desarrollar su potencial? Ahora que ha llegado el verano, ¡mándale de colonias al Campamento Whispering Rock! Bajo la capaz supervisión del instructor Morceau Oleander (Charles Adler) y de los celebérrimos Psiconautas Sasha Nein (Stephen Stanton) y Milla Vodello (Alexis Lezin), tu hijo aprenderá a manejar las disciplinas de la mente, disfrutará de decenas de actividades al aire libre y hará amigos para toda la vida en una experiencia que siempre recordará. ¡Inscríbele ahora mismo!

Por supuesto, la inscripción tiene que hacerse con el conocimiento y el consentimiento de los progenitores de niño; el caso de Raz (Richard Steven Horvitz, el adorable y malvado Invader Zim) es bastante peculiar. Verán, el niño es de una familia gitana de artistas circenses, y ha huido de su hogar itinerante por su cuenta porque parece ser que sus padres no quieren que desarrolle su poder psíquico. ¿Por qué? No sé, algo de una maldición pronunciada por un mentalista que condenaba a todo su linaje a morir en el agua, o algo por el estilo… Es una lástima, pero en cuanto los padres vengan a reclamarle tendrá que marchar con ellos.

Sí, el chaval tiene la peregrina idea de que podrá quedarse en el campamento si logra progresar lo bastante rápido. Por eso mismo se ha apuntado al programa experimental de entrenamiento de Herr Nein. ¿Peligroso? ¡Oh, no, para nada! El señor Nein es un profesional de lo más cuidadoso y respetuoso con la integridad del infante, y aunque el pequeño Raz no pueda quedarse con nosotros seguro que aprenderá muchas cosas de utilidad con él.

Y permítame decirle que esos rumores de que ese muchacho vio un monstruo extraño en una exploración de su psique monitorizada por Sasha Nein son  sin duda exagerados, y que la idea de que el campamento esté siendo víctima de un siniestro complot para robar los cerebros de los niños y utilizarlos como CPU de un ejército de tanques psíquicos superinteligentes es directamente una ridícula falsedad. Y de todas maneras, si algo así ocurriera, los niños estarían bajo la protección de sus instructores, por no decir la del director del campamento: el legendario Ford Cruller (David Kaye).

¡Vaya, ya veo que ha oído hablar de él! ¡Y quién no, siendo como es uno de los Psiconautas más legendarios, y habiendo salvado el mundo de tenebrosos complots de espionaje centenares de veces! Lo que yo le diga, su niño no va a estar más seguro que en el Campamento Whispering Rock. Ahora, ¿podría firmar en la línea de puntos?

¡Esto es Halloween Psychonauts!/¡Esto es Halloween Psychonauts!

Aunque dudo mucho que el Neng original pudiera orientarse en esta especie de pinball discotequero.

En un sitio como este, me siento como el Neng de Whispering Rock.

Hablemos claro: Psychonauts es un juego que entra en primer lugar por los ojos. Y no me refiero a que tenga unos graficazos de una calidad técnica brutal, no señor: no los tiene, ¡y ni puta falta que le hacen! Lo que tiene es un diseño artístico tan peculiar, y que sabe mezclar tan bien lo grotesco y lo adorable, que es imposible no enamorarse de ese mundo y ese elenco de personajes que oscilan entre lo caricaturesco y lo entrañablemente deforme, con todas sus etapas intermedias, y que recuerda a la Pesadilla antes de Navidad de Tim Burton. Demonios, hasta cabronazos tan horrendos como Bobby Zilch (el aspirante a matón del campamento) o el Doctor Loboto tienen un encanto especial dentro de su extrema fealdad de zombi pocho.

Y qué escenarios, queridos lectores, ¡qué escenarios! Los del mundo real están bien, pero donde de verdad brilla el talento de los muchachos de Double Fine es en los paisajes mentales por los que navega Raz. En ellos podemos encontrar barrios de casas que parecen hechas de pinturas sobre terciopelo negro, mapas hexagonales sobre los que dos personalidades se enfrentan en un juego de estrategia por el control del mismo cuerpo, discotecas multicolores diseñadas como las entrañas de un pinball, cubos rubik que se convierten en circuitos de obstáculos… y el favorito de muchos, entre los que estoy por contarme: un nivel en el que Raz arrasa una ciudad a lo Godzilla para enfrentarse al final a una malévola parodia de Ultraman.

Pensándolo bien, mi verdadero favorito sería el nivel que tiene lugar en la mente de un ex guardia de seguridad conspiranoico, que toma la forma de lo que sería un vecindario suburbano de lo más normal… si sus calles no giraran y se doblaran sobre sí mismas en ángulos escherianos, y no estuvieran pobladas por siniestros agentes del Gobierno con gabardina.

Psychonauts es también un juego que entra por el oído. Peter McConnell, que lleva colaborando con Schafer desde los tiempos del Monkey Island II, hace una banda sonora que va desde lo orquestal a lo discotequero, pasando por sones de raíz mexicana o composiciones más marciales, adaptándose como un guante a cada nivel. Y los actores (sí, los originales: nada de doblaje aquí, me temo), que incluyen a toda una colección de talentos vocales de lo más granado de la animación americana, y a alguno que otro experto en doblar anime (así a bote pronto, Steve Blum, el tío que pone la voz en gringo a Spike Spiegel u Orochimaru), que saben encontrar el toque de sobreactuación justo que necesitan los disparatados personajes para funcionar sin resultar cargantes.

Por otra parte, el trabajo de estos se ve muy facilitado por el guión de Schafer y Erik Wolpaw (que posteriormente escribiría la historia del aclamado Portal), que exprime a gusto el jugo cómico de todas las situaciones por las que pasan Raz y compañía, desde la obsesión de todos los campistas de Whispering Rock por magrearse (como dice el prota en un momento dado: ¿es que aquí todo el mundo sólo piensa en enrollarse?) hasta los tronchantes entresijos del teatro que existe en la mente de una vieja gloria del escenario, con crítico feroz incluido, pasando por las descacharrantes retransmisiones televisivas durante el nivel en el que Raz se convierte en un Godzilla con gafas de aviador. Toda esa comedia realza además los frecuentes momentos dramáticos que se producen al desentrañar los traumas escondidos en las mentes que visitamos, algunos de los cuales son para poner los pelos de punta; al menos, la cara que se me quedó cuando me aparté de la ruta prefijada en el nivel discotequero de Mila Vodello y acabé descubriendo una pesadillesca versión del episodio más trágico de su vida fue como para fotografiarla y ponerla en el blog. Y complementando todo eso, hay no pocos momentos épicos y enternecedores, incluyendo uno muy personal del propio Raz casi al final del juego.

De modo que Psychonauts es un juego con unos aspectos gráfico, sonoro y de guión excelentes, de los que echa una nueva pila de leña al fuego del eterno debate sobre si los videojuegos son arte o no. Pero, ¿tiene una jugabilidad a la altura de las circunstancias?

Si te caes en un sueño, ¿te rompes la pierna en la realidad?

Ahora procederemos a "democratizarle" con extremo prejuicio.

Tiene derecho a… nada en absoluto, porque somos de los Illuminati.

Desde luego que la tiene; al menos, la mayor parte del tiempo. Los niveles que atraviesa Raz, ambientados en su inmensa mayoría en el interior de las mentes que visita, rebosan acción plataformera, en la que entran en juego tanto plataformas fijas y móviles como mástiles horizontales en los que girar y darse impulso, trapecios balanceantes, camas elásticas, zonas de muro susceptibles de ser trepadas, salientes a los que agarrarse, escaleras, palos de bandera… Todo un florilegio de elementos en los que Raz puede demostrar sus amplias habilidades de saltimbanqui de circo.

Como es norma en la mayoría de juegos plataformeros, Raz tiene que enfrentarse no sólo a saltos complicados, sino a diversos enemigos que intentan sabotear su avance. Los más frecuentes son los censores, unos hombrecillos con pinta de caricatura de oficinista que se ocupan normalmente de apartar de la consciencia los pensamientos más vergonzosos de la persona, y que atacan a Raz por considerarle un elemento extraño en la mente en la cual se infiltra. Según la mente concreta en la que nos encontremos, también hay que temer a otros enemigos, además de a versiones cada vez más poderosas de los citados censores.

Para enfrentarse a esta colección de peligros, Raz sólo tiene al principio sus capacidades de acróbata, y unas habilidades psíquicas menores que le permiten saltar una segunda vez en el aire y dar puñetazos con unas “manos de energía” que se superponen a las suyas; si habéis jugado al World Heroes alguna vez, recordaréis que el tocayo de Raz en ese juego empleaba un poder similar (¿guiño al juego de lucha de ADK?). Pero a medida que avanza en el juego, Raz obtiene nuevos poderes mentales que le permiten eliminar a sus enemigos con disparos de energía, incendiar objetos o adversarios inflamables (piroquinesis), saltar más alto (levitación) o ver a través de los ojos de otros personajes (clarividencia).

Estos poderes se van fortaleciendo con características extra a medida que Raz colecciona toda una serie de objetos tanto en los mundos mentales como en la vida real para incrementar su rango de psiconauta; los más frecuentes son los fragmentos de imaginación, una especie de hologramas de colores, pero también están los Marcadores de Prueba Psíquicos (en forma de ojos rodeados de cartas) y los objetos que hay ocultos por las distintas áreas del campamento. Además de esto hay toda una serie de otros elementos útiles, como las puntas de flecha (que sirven de moneda de cambio en la tienda del campamento), o… bueno, otro tipo de objeto que no puedo mencionar en esto punto por ser un spoilerazo, pero que ayuda a aumentar nuestra barra de energía. Complementando estos coleccionables, en los paisajes mentales que visita Raz es posible limpiar telarañas mentales (que pueden ser procesadas para convertirlas en Marcadores) y hacerse cargo del bagaje emocional de la persona, representado de manera literal por diversos ejemplares de bolsas lloronas a las que hay que emparejar con su correspondiente etiqueta.

A medida que Raz avanza en el juego, el uso de sus poderes para progresar se vuelve cada vez más imprescindible, y los niveles pierden algo de linealidad para favorecer de manera más marcada la exploración, aunque esta tenga siempre su recompensa desde el primer momento; de hecho, el nivel ambientado en la mente del guardia de seguridad conspiranoico es el más complejo en ese sentido, obligándonos a volver sobre nuestros pasos una vez tras otra para conseguir los objetos que nos permitan resolverlo. El lado malo de esto es que en varios momentos es fácil quedarse atascado, sin saber qué hacer ni en qué sitio mirar para seguir avanzando hasta que tenemos suerte o un toque de repentina inspiración divina.

Los poderes también son necesarios en unas cuantas batallas con jefes finales, que enseguida se vuelven invulnerables a la burda táctica del bombardeo de disparos… aunque su dificultad suele durar tanto como tardamos en averiguar el truco para matarles. Por suerte, eso no impide que los choques contra ellos sean affaires tensos, excitantes, y sobre todo rebosantes del peculiar humor que destila Psychonauts.

Pero todas las joyas tienen que tener uno o dos defectos (decía Hal “Otacon” Emmerich que eso les da “carácter”: ¿no sería más sencillo hacerse una cicatriz en la cara o un tatuaje de “Amor de madre”?), y como lo de no saber qué hacer en algunos niveles, lo de los jefes facilones y la falta de traducción al español no son problemas lo bastante gordos (no pasan de ser pequeños fastidios), los chicos de Double Fine tuvieron que jibarla a lo grande en dos aspectos cruciales del juego. ¿El primero de ellos? La cámara, que con demasiada frecuencia decide seguir las acciones de Raz desde detrás de un muro o elemento similar del escenario, lo que nos obliga a movernos a ciegas en situaciones tan propicias para ello como pueden ser los saltos más complicados; y eso, cuando no decide cambiar de cámara de seguimiento a cámara fija que observa desde un punto totalmente distinto, provocando con ello la consabida variación en el efecto de las teclas de control sobre la figura de Raz, o decide enfocar al jefe final todo el rato y obligar al protagonista a moverse a ciegas si quiere alejarse de él para evitar sus ataques o maniobrar.

En cuanto al segundo de ellos… es el nivel final del juego. Ni más, ni menos. Y si creéis que el comienzo, con una misión de escolta que nos devuelve al principio cada vez que nuestro VIP es aniquilado por los enemigos (aunque sin quitarnos vidas capas de proyección astral), es una tocada de cojones espectacular, esperad a ver el circuito de acrobacias que precede a los dos (sí, dos) jefes finales del juego, y que mezcla los saltos más difíciles vistos hasta el momento con un nivel del agua que sube de manera constante (y si nos toca, vuelta al último punto de tierra firme) y lo adereza con un acróbata demoníaco que nos bombardea con bolos en llamas y se burla de nuestros esfuerzos con una horrenda voz rasposa. No tengo empacho en decir que Schafer y compañía la cagaron a lo grande a la hora de diseñar esta última fase, que sobrepasa el nivel de frustración que yo llamo “me-cago-en-la-putísima-madre-de-los-programadores-de-este-puto-juego” y entra de lleno en el denominado “necesito-algo-a-lo-que-golpear-con-todas-mis-fuerzas-o-me-voy-a-quedar-sin-ordenador”; asimismo, doy gracias a Dios porque no existe grabación alguna de las reacciones que me provocó jugar una y otra vez la última etapa del nivel, o me iba a convertir en la respuesta castellano-manchego-cantabrona al Niño Loco Alemán.

Sí, más o menos así fue, pero con menos daños materiales.

Es difícil, pese a todo, seguir enfadado con Psychonauts, gracias a las virtudes que os he estado explicando, y al enternecedor final y epílogo al estilo Los Increíbles que lo cierran. De modo que si lo encontráis en la sección de baratillo de vuestra tienda de videojuegos, caed sobre él como la joya jugable que es… sin olvidar concienciaros de que el último nivel es, a grandes rasgos, el equivalente a recibir un diluvio de escupitajos por parte del equipo de Double Fine al completo, y de que no os vais a enterar de nada si no domináis la lengua de Shakespeare o recurrís al buen hacer del Clan Dlan.

Venga, señor Schafer: le perdono lo del último nivel de Psychonauts, y usted me hace una versión para PC del Brütal Legend. ¿Hay trato?

domingo, 25 de octubre de 2009

El laberinto del fauno: la imaginación al poder

A punto de terminar el mes vuelvo a hacer un hueco entre mis obligaciones periodísticas, mis devociones roleras (que parece que ya van encarrilándose tras varias semanas de sequía y problemas de equilibrio de juego) y mis otros entretenimientos habituales para actualizar el blog. Y ya que en esta ocasión toca una película, he elegido la segunda obra de Guillermo del Toro rodada en España, que llevaba tiempo en mi lista de películas por ver. Con ella el director mexicano vuelve a mezclar la Guerra Civil (el tema más sobreexplotado por el cine español… o eso parece a primera vista) con elementos de fantasía, aunque esta vez los fantasmas de El espinazo del Diablo dan paso a las hadas.

Hace mucho tiempo, en un país muy, muy cercano…

La próxima vez que vaya a arrastrarme por un agujero inmundo rebosante de barro, tengo que recordar estar calladita cuando salga. No vaya a tentar al destino, como esta vez.

¿Que más me puede pasar? Oh, mierda, parece que va a llover…

Érase un vez una niña llamada Ofelia (Ivana Baquero), cuya madre, Carmen (Ariadna Gil), había perdido a su marido, un relojero, en la Guerra Civil, y que se había casado en segundas nupcias con un capitán del ejército sublevado nacional (guiño-guiño codazo-codazo). El capitán Vidal (Sergi López, Harry, un amigo que os quiere) estaba destinado en un pueblecito remoto de los Pirineos, donde lideraba una fuerza que se enfrentaba a un grupo de maquis, y la madre de Ofelia viajó junto a la niña para estar cerca de él, llevando en su vientre al futuro hijo de ambos.

Ofelia era una niña imaginativa, que pese a contar su edad ya en dos dígitos y a la desaprobación de su madre seguía leyendo cuentos de hadas y creyendo en ellos, hasta el punto de confundir a un insecto palo de los bosques con una de dichas hadas. También seguía recordando a su padre, hasta el punto de que se negaba por sistema, pese a la insistencia de su progenitora, a dignificar al capitán Vidal llamándole por ese nombre. Y aunque no lo supiera de manera consciente, Ofelia hacía bien, porque el capitán Vidal era un hombre cruel y malvado, capaz de asesinar a sangre fría a dos hombres por tener meras sospechas de que ayudaban a los guerrilleros, o quizá por mero fastidio de que le distrajeran de sus quehaceres nocturnos.

El caso es que Ofelia y su madre se hospedaban en la granja que servía de base de operaciones a los golpistas nacionales, donde Carmen podía estar bajo la observación del doctor Ferreiro (Álex Angulo, el memorable padre Berriatúa de El día de la Bestia). Allí, Ofelia no tardó en granjearse la simpatía de una de las sirvientas, Mercedes (Maribel Verdú); tampoco tardó en interesarse por el extraño laberinto en ruinas que había cerca del caserón, y que según Mercedes llevaba en pie desde hacía mucho, mucho tiempo.

Eran así las cosas cuando una noche Ofelia recibió la visita del insecto palo en la habitación que compartía con su madre. Ante sus ojos, el insecto se transformó en un hada, que le guió fuera de la casa hasta las profundidades del laberinto. En ellas había un pozo, en el centro del cual se alzaba una extraña estatua, que representaba a una criatura con cuernos junto a una niña que sostenía en sus brazos a un niño más pequeño. Y héte aquí que Ofelia no tardó en descubrir que no estaba sola en el pozo con su guía faérica, pues en un rincón se alzaba lo que parecía un tronco viejo y cubierto de musgo que resultó ser… ¡un fauno (Doug Bradley, más conocido como Abe Sapien en Hellboy)!

Que no lo soy, por cierto. Soy un fauno, y los de mi estirpe no tenemos nada que ver con esa especie de primos tontos semiblackmetaleros que tenemos.

No te asustes, querida niña. Estos cuernos son por el “entendimiento” que hay entre mi mujer y el repartidor del butano, no porque sea un demonio.

Para asombro (y no poco miedo) de la pequeña, el fauno le explicó que ella era en realidad la reencarnación de la princesa Moana, hija del rey del Mundo Subterráneo, que una vez salió a contemplar el mundo exterior y olvidó quién era en realidad. El desolado monarca edificó portales por todo el mundo, con la esperanza de que su hija, al reencarnarse a lo largo de las eras, acabara encontrando uno de ellos y pudiera volver con su padre. Pero no basta con encontrar la puerta, explicó el fauno: la muchacha también tiene que pasar tres pruebas (¿qué sería de un cuento de hadas si la heroína no tuviera que probar su valía primero?), guiada por un tomo mágico que le mostrará lo que tiene que hacer cuando esté preparada para ello.

Claro que a estas alturas, más de uno y más de dos estaréis pensando que Ofelia no era más que una niña muy imaginativa que se refugiaba de los sinsabores del mundo que le rodeaba imaginándose que era princesa de un mundo mágico y hermoso. Y no es que a Ofelia le faltaran motivos para ello: su madre se encontraba débil por las complicaciones que acarreaba su preñez, y sobre sus cabezas pesaba la amenaza del conflicto cada vez más encarnizado entre maquis y fascistas nacionales.

Pero a medida que Ofelia avanzaba por las pruebas, o tal vez por los recovecos de su desbordada fantasía, el mundo real se empeñaba en proyectar sobre ella su oscura sombra. Primero con el empeoramiento progresivo del estado de su madre, y luego con la hostilidad cada vez más marcada del capitán Vidal, azuzada por la falta de éxito del mismo contra los sublevados; una circunstancia que había que atribuir a que entre los habitantes de la casa había dos aliados de los guerrilleros, que les hacían llegar provisiones y medicinas del propio almacén de los vale, para ya con la broma nacionales. Y aunque el capitán desconocía este hecho, no iba a tardar en tener pruebas que le harían sospechar de ello, empezando por una ampolla vacía de morfina que encontraría en un emplazamiento donde los maquis habían estado acampados. Y las tareas/ensoñaciones de Ofelia reflejaban esa oscuridad como un espejo distorsionador, pues la segunda de ellas le llevaría al hogar de una criatura temible: el Hombre Pálido, un ser al que le encantaban los niños… COMO A UN LOBO LAS OVEJAS.

¿Sobreviviría Ofelia al encuentro con el Hombre Pálido? ¿Era de verdad una princesa del Mundo Subterráneo, o sólo una niña sensible que huía de una cotidianeidad insorportable? ¿Serían los dos aliados de los maquis descubiertos por el cruel capitán Vidal, o triunfarían antes los resistentes republicanos? Ay, esa es una historia que no me corresponde contar a mí, amigos míos.

¡Ofelia, la magia no existe!

Lo peor de todo es que, posiblemente, él mismo se lo cree. Si fuera un simple psicótico, sus acciones no resultarían tan horribles.

He aquí a un español de bien, defensor del orden y la libertad, que no del libertinaje.

El laberinto del fauno es una de esas películas que parecen hechas pensando en gente como yo, es decir: adultos que no han olvidado lo que es ser un niño. Al igual que en El espinazo del diablo, el filme sirve como comentario del horror de la Guerra Civil española y su posguerra, pero el interés principal radica en los aspectos fantásticos; a diferencia que el anterior filme “español” de Del Toro, la trama “mundana” no se queda como mero telón de fondo, sino que tiene una importancia y un tiempo de pantalla casi tan grandes como las vicisitudes de la protagonista con las hadas.

Y qué vicisitudes, por cierto. El diseño de producción y los efectos especiales se ganan un sobresaliente con su trabajo aquí, presentándonos un mundo fantástico (¿imaginario?) que logra resultarnos creíble sin dejar de ser una ida de olla mayúscula. Hay algún que otro pero, como la breve aparición del Hombre Pálido (después de leer en mil sitios lo terrorífico que era este monstruo, me quedé un poco frío cuando por fin le vi en acción, pero ese puede tener mucho que ver con el bombo previo que le dieron los aficionados), pero el conjunto no merece otra cosa que un rendido aplauso.

No soy de los que tiene mucho criterio a la hora de apreciar el trabajo actoral (es lo que tiene la misantropía), pero, a mi humilde parecer, todos están muy bien. La joven Ivana Baquero puede ser en persona una niña repipi inaguantable, pero es muy creíble como la asustada Ofelia, y los adultos que la rodean están muy comedidos y dentro de su papel. En especial, Sergi López logra componer a un villano monstruoso en el capitán Vidal, sin caer en el exceso de presentarle como a un psicótico: la sensación que nos queda tras verle es que su maldad emana de una visión del mundo inflexiblemente fiel a la que defendía el régimen franquista, con su machismo exacerbado y su absoluta falta de empatía con el contrario, y no de alguna clase de trastorno psicológico.

Es verdad que hay un punto en el que el guión, por su necesaria adhesión a las convenciones narrativas de los cuentos de hadas, flojea bastante. Me refiero a la escena en la que Ofelia contraviene las órdenes expresas del fauno, recibiendo como “premio” a su estupidez la atención del Hombre Pálido. Es un tipo de escena que podemos encontrar en millones de cuentos por todo el mundo, pero que aquí nos provoca unas ganas locas de meter la mano dentro de la película y arrearle media docena de capones a la niña por cometer semejante gilipollez.

Por último, la película sabe jugar bien la carta de la duda sobre si las ensoñaciones de Ofelia son parte de su imaginación o reales (SPOILER: el director y guionista ha confirmado que son reales), aunque con leves detalles en un par de momentos puntuales que sugieren cual de ambas opciones es la correcta, y logra mantener el interés por lo que les ocurre a los militares y a sus adversarios de la guerrilla mientras Ofelia realiza sus tres pruebas, lo que le da un buen equilibrio al filme. De modo que, si os gustan los cuentos fantásticos con un acabado visual apabullante, El laberinto del fauno puede ser una buena opción de visionado.

Sólo una pequeña advertencia: no es para niños. No importa que la protagonista tenga diez años, o que la campaña publicitaria en Yanquilandia la presentara como una película en la línea de Las Crónicas de Narnia: si la veis con vuestros churumbeles o sobrinos, atenéos a las consecuencias, que bien pueden incluir terrores nocturnos como nunca habéis imaginado.

jueves, 1 de octubre de 2009

Hitman 2 – Silent Assasin: a la segunda (casi) va la vencida

Se acabó el verano. Se acabo la fruta. Y el que no se agache es… no sé, el director de Dragonball Evolution, por ejemplo. Hola de nuevo, y bienvenidos una vez más a La Página Negra. ¿Os acordáis cuando hablé aquí de Hitman: Codename 47? Pues como decía en los comentarios de aquel entonces cszmorpheus, la segunda parte le salió a IO Interactive bastante mejor, y hoy nos metemos en harina con ella.

En este trabajo no hay jubilación que valga

De pensamiento, palabra, obra y omisión, pero sobre todo de obra.

Perdóname, Padre, porque voy a pecar en cantidades industriales.

Para los que no completasteis el episodio anterior, ya fuera por las jodidas misiones colombianas o por las jodidas misiones en Amsterdam, he aquí un pequeño resumen de los acontecimientos: 47 acabó descubriendo que el asilo donde comenzaban sus aventuras era un manicomio situado en Rumanía, regentado por el doctor Ort-Meyer, un genetista con menos ética que Josef Mengele, y que él era un clon creado con células del buen doctor y de sus antiguos compañeros de la Legión Extranjera para fabricar al asesino perfecto. Ort-Meyer le había ido dando las misiones del juego para eliminar a sus compañeros de conspiración, y le intentó eliminar mediante otra serie de clones supuestamente superiores, pero el tiro le acabó saliendo por la culata: 47 acabó con él, y consiguió escapar de su laboratorio secreto.

Y como buen asesino que acaba de descubrir que es una violación viviente de las leyes divinas, 47 ha acabado refugiándose en una iglesia siciliana, en la que se gana la vida trabajando de granjero y jardinero para el afable párroco, el padre Vittorio. Este es un hombre comprensivo, siempre abierto a escuchar las torturadas confesiones del pobre clon y a aliviar sus dudas existenciales. Suena como si al calvete por fin le hubiera tocado un poco de felicidad, ¿no?

Menos mal que ese es el momento en que el jefe local de la Mafia, don Salvatore, elige para arruinar la vida al pobre 47, porque si no no tendríamos juego. Sus hombres secuestran al padre Vittorio mientras 47 reza por su salvación en el templo, y le dejan una nota pidiendo un rescate exorbitante por su vida. Ante esta situación, y sabiendo que sus ahorros pueden ser abultados pero no llegan ni de casualidad a lo que quieren los mafiosos, 47 no tiene más remedio que pedir ayuda a su controladora de la ICA, Diana Burnwood, a cambio de volver a estar en nómina.

Su metafórico pacto con el Diablo resulta infructuoso, porque para cuando ha eliminado al don y se ha hecho con la llave de la celda que, en teoría, alberga a su amigo, este ya no está allí. Pero un trato es un trato, y 47 recibe un encargo para viajar a San Petersburgo a eliminar a un general ruso durante una reunión. El trabajo acaba convirtiéndose en una metódica cacería de uniformados, en la que tiene que ir apiolando a los demás participantes en el encuentro, salvar de paso otra vez al torpe agente Smith, y recuperar un maletín con un sistema de guía de misiles que uno de los objetivos pretendía vender a Occidente. La recuperación del maletín revela a su vez que el sistema de guía está en manos del oyabun (como un don de la Mafia, pero en la yakuza) Masahiro Hayamoto, y los viajes de 47 continúan en Japón, para luego pasar a Malasia y de ahí a la hostil región afgana de Nuristán

Lo que no sospecha todavía nuestro protagonista es que todo esto forma parte de un plan para sacarle de su retiro y utilizarle en la recuperación de los elementos para ensamblar y utilizar un misil de cabeza nuclear, la clase de arma por la que cualquier organización terrorista pagaría el rescate de un rey. Y el hombre que está detrás es ni más ni menos que el hermano de Arkadij ‘Boris’ Jegorov, uno de los ‘padres’ de 47. Pero lo malo de los planes, como decía el mariscal de campo Helmuth von Moltke, es que no sobreviven al contacto con el enemigo… y menos cuando tu principal soldado es un hombre creado para ser el asesino perfecto.

Entrar, matar, salir, y que nadie más se entere

¡Vivan los rifles de precisión! ¡Vivan, y bravo a su creador!

¡Desde aquí arriba puedo ver mi casa! ¡Y a mis víctimas!

Para su inmensa suerte (y la de los jugadores), IO Interactive demostró en esta secuela que había entendido bastante bien qué era lo que fallaba en el primer juego, y depuró los errores hasta generar una experiencia mucho más aproximada a lo que significa ser un frío y sigiloso asesino. Con unos gráficos muy mejorados, pero sin perder por ello el impresionante tamaño de los entornos, los daneses supieron hacer de cada misión un ejercicio tenso y emocionante de estrategia e ingenio en el arte del asesinato, ofreciendo oportunidades de realizar el ‘trabajo’ a la manera de un verdadero profesional (eliminando sólo al objetivo, y sin que nadie se entere) pero obligando al jugador a pensar y currárselo para realizarlas.

La IA es mucho más avanzada que la del juego original, pues en lugar de alternar entre la tranquilidad absoluta y la furia asesina, ahora es capaz de albergar distintos grados de sospecha, que dependen en gran medida tanto del personaje en cuestión (no es lo mismo un civil que un soldado ruso, por ejemplo) como de la ropa que llevemos y del lugar en el que estemos; de hecho, parte de la gracia está en descubrir adónde podemos acceder (y adónde no) con cada disfraz.

Por desgracia, aquí también nos topamos con el primer y más flagrante punto negro del juego, porque la IA también tiene una marcada tendencia a enfurecerse inesperadamente, o a detectar transgresiones que no debería poder ver. Por ejemplo, en la primera misión en Malasia, cuando intenté drogar a un pizzero para disfrazarme de él dentro de un baño en el que no había nadie más, la barra de sospecha se volvió loca de repente, y al salir me encontré con un comité de bienvenida de media docena de polis malayos bombardeándome con plomo; y todo eso sin que nadie entrara en el baño durante la faena, ni pudieran ver lo que pasaba.

Y no te quejes, que para algo te estoy dando biberón... de cloroformo.

Duerme mi niño, duérmete ya/Que viene Hitman y te crujirá

El arsenal de 47 también abre las puertas a mayor complejidad, pues ahora incluye objetos tan útiles como un sedante (¡por fin!) para noquear a los enemigos o civiles a los que no queremos matar, una brújula de serie, y un mapa que ya no se limita a mostrarnos el plano de la misión, sino que también nos informa en todo momento de nuestra posición y la del resto de personas en el escenario.

Y si alguien se pregunta para qué tomarnos la molestia de respetar las vidas civiles, es hora de explicarle los cambios en el modo de llevar cuenta de la calidad de nuestra actuación. Si en el primer juego eso se medía en función del dinero que nos pagaban por el encargo, descontando las muertes civiles, en este juego se rechaza este sistema (que, de todas maneras, no era muy útil, porque a partir de la cuarta misión 47 ya estaba nadando en dólares como el Tío Gilito): aquí se nos otorga al finalizar cada nivel un título, que puede ir desde el ignominioso Machacateclas al reconocimiento máximo, que es Asesino Silencioso. Y si alguien sigue considerando eso motivo insuficiente para actuar sigilosamente en vez de ir a saco, la obtención consecutiva del máximo galardón pone a disposición nuestra toda una serie de armas especiales, empezando por una versión silenciada de las emblemáticas pistolas Hardballer del asesino calvo.

La música merece un capítulo aparte, pero como una nota musical vale más que mil palabras, os dejo con el tema central del juego:

No está mal lo que puede llegar a hacer Jesper Kyd cuando pones a su disposición la jodida Orquesta Sinfónica de la Radio de Budapest, ¿eh? Y el resto de temas, sin llegar a ser tan desmadradamente épicos, mantienen de sobra el nivel, con la mezcla de frialdad, elegancia y tensión subyacente que requiere una trama de estas características, y con toques de tranquila majestuosidad oriental (el tema que suena en el castillo de Hayamoto), exotismo árabe (las composiciones que nos acompañan en la visita a Afganistán) o antigua gloria de los zares (el tema de San Petersburgo). Y si de mis adjetivos se deduce que mis conocimientos teóricos de música son nulos, y que sería un lamentable crítico musical, pues yo sólo os digo: ¡joder, colegas, sí que os habéis roto la cabeza para pensar eso!

Y ya que he tocado la trama, he de confesar que al principio me pasaba con la de Hitman 2 algo parecido que con la de Cold Zero: pensaba que era una historia que prometía mucho, pero tan pésimamente contada que era casi imposible de seguir. No fue hasta que lo volví a jugar para esta crítica que confirmé que mi primera impresión era errónea. La de Hitman 2 es una historia de espías e intriga internacional más que aceptable, que prefiere dejar caer pistas sutiles de lo que está ocurriendo antes que contárnoslo de manera directa; eso le da mucha más calidad a la larga (además de hacer que el jugador se sienta muy inteligente por no perderse en los vericuetos y elipsis de la trama), pero hay que reconocer que quizá se les fue la mano un par de pueblos, porque la primera vez andaba más despistado que Rob Halford en un concierto de Don Omar.

A ello tal vez contribuyó el doblaje, que logra una rara proeza: ser abominable, pero de una manera sutil. ¿Cómo? Pues haciendo que al principio no lo veamos más que como un doblaje mediocre, quizá tirando a malo, gracias a unos actores que le ponen tanta emoción a sus diálogos como Míchel y José Ángel de la Casa a comentar partidos de fútbol. Pero a medida que avanzamos y vemos escena dramática tras escena dramática arruinada por semejante dicción, y por la ridícula aceleración de las frases para ajustarse al tiempo que dura la escena (en serio, a veces parece que están a punto de sonar como los personajes de un vídeo puesto en avance rápido), nos damos cuenta que a los intérpretes, y sobre todo al que les dirigió, hay que darles de garrotazos por su inutilidad.

Pero si este fallo es lamentable, más lo son un par de cagadas cometidas por el equipo de IO Interactive. La más gorda de todas es la referente a dos de las misiones en Japón, en las que tenemos que atravesar un valle nevado hasta un viejo castillo donde reside el oyabun Hayamoto. ¿Os creeréis que, aunque 47 se vista igual que los guardaespaldas ninja de Hayamoto, estos son capaces de notar algo raro con él? ¿Y que, a pesar de que los dos modelos de traje ninja llevan visores cubriendo los ojos, son capaces de descubrirle como gaijin con un simple vistazo de cerca? Pues más os vale creerlo, o no superaréis jamás estas misiones, que vienen a ser equivalente a lo que era Colombia en el primer juego… sólo que, por suerte, bastante más accesible. Tampoco soy precisamente fan de una de las misiones afganas, en la que hay que atravesar calles llenas de guardias y civiles con un potente rifle de francotirador a cuestas sin que nadie nos vea con él, con multitud de ocasiones en las que somos descubiertos y tenemos que volver a cargar la partida mientras mentamos a las señoras madres de todos y cada uno de los programadores.

Siendo el despegue definitivo de Io Interactive (y de Jesper Kyd) y la primera realización verdadera de su idea inicial, hay que admitir que Hitman 2 no llega a clavar del todo la fórmula; para eso habría que esperar a las siguientes partes de la saga. Pero que nadie se piense que es mal juego, que no lo es. A veces puede ser frustrante, y tiene un doblaje atroz, pero acierta en (casi) todo lo fundamental, y sigue manteniendo el poder para enganchar y divertir pese a los años que han pasado desde su aparición. Además, no querréis perderos los inicios de las aventuras de 47, ¿verdad?

Puestos a pedir un deseo, que alguien me explique qué pasa con el tipo que ayuda al malo a manipular a 47: ¿para quién trabajaba en realidad? ¿Le volveremos a ver?

Actualización a 9 de octubre: ¡Qué tonto estoy! Mira que olvidárseme el otro gran logro del juego: a diferencia que en el primero, SE PUEDE GUARDAR LA PARTIDA DENTRO DE UNA MISIÓN. El numero de oportunidades para guardar decrece con el aumento del nivel de dificultad, claro, pero ya es mucho más de lo que el primer juego daba, y Hitman 2 es mucho mejor juego en no poca medida por esta razón.

Ah, y correr delante de un guardia suele ser razón automática para que el jambo sospeche y nos cosa a tiros ipso facto, lo que nos obliga a ir andando con parsimonia a la mayoría de los sitios. ¿Realista? Se puede decir que sí. ¿Jugable? Bastante menos. ¿Mola el detalle? Pues no, No Mola Nada (tm)

lunes, 21 de septiembre de 2009

Cold Zero – Tenerife Tres

Larga ha sido mi ausencia del blog, pero supongo que necesitaba una especie de vacaciones de la obligación autoimpuesta de contar cada semana algo de un juego o película. Y ya que estoy ahora mismo en Santander, apurando las últimas horas con la familia, voy a tocar un jueguecillo que me pasé durante este verano.. no sin antes mostrar mis más sinceras condolencias a la familia de Yoshihito Usui, que aparecía muerto ayer en una montaña entre las prefecturas de Gunma y Nagano. ¿Que quién era Yoshihito Usui? Pues el que creó a este diablillo:

Volviendo al juego que me ocupa hoy, se trata de un oscuro título de acción táctica, desarrollado por una desconocida compañía llamada Drago Entertainment y editado por JoWood: Cold Zero. Es un juego que compré el año pasado en la sección de descuentos de una tienda de Torrelavega, pero que no pude probar en serio hasta este año porque 1) no funcionaba en mi portátil (posiblemente por algo que tendrá que ver, de una manera u otra, con el procesador de doble núcleo), y 2) estuve ocupado con otros títulos; y cuando por fin lo afronté en serio durante mis vacaciones estivales de este año…

… Descubrí que no estaba tan bien como yo creía.

Di NO a las drogas. Aunque seas un mafioso

Claro que ¿quién le iba a decir que el tipo al que iba a salvar era un traficante que había suscitado las iras de un jefe mafioso? 

El protagonista se dirige, sin saberlo, a su desastre.

Para el agente John McAffrey, su carrera en los SWAT se acabó cuando su exceso de confianza durante una situación con rehenes le llevó a desobedecer órdenes expresas de no disparar, provocando una muerte inocente y convirtiéndole en el saco de hostias favorito de la prensa. Viéndose en la calle, decidió aplicar sus habilidades en otra línea de negocio, convirtiéndose en una especie de detective privado/mercenario, pero el mal karma parecía perseguirle y le obligó a mudar su agencia al edificio más cochambroso de un barrio de (cierta) mala reputación.

Justo cuando el futuro parecía conducirle a convertirse en vigilante de supermercado o irse a vivir debajo de un puente, su secretaria/novia/control de misión, que creo recordar que se llamaba Jane (no, su impacto en la trama no es muy destacable; ¿en qué lo habéis notad'o?), le da la buena noticia de que alguien solicita sus servicios. La misión, rescatar a un hombre retenido en el área portuaria de la ciudad, custodiada por un ejército de matones armados; una tarea difícil, pero cortada a medida de las habilidades del ex-SWAT, quien logra quebrar la defensa de la zona a tiempo para librar al objetivo de que le pongan unos zapatos de cemento.

Por desgracia, la mala suerte parece no haber terminado con John, puesto que la misión resulta tener truco: el hombre al que ha liberado es un traficante de drogas, y los matones a los que ha tenido que eliminar para sacarle de ahí son empleados de la rama local de la Mafia. John recibe estas explicaciones del propio Don, quien le está esperando en su cuchitril cuando regresa, y que le ofrece una manera de desagraviarle por lo sucedido: recuperar unas fotos comprometedoras antes de que caigan en malas manos. McAffrey, con la inestimable ayuda de Jane, logra sobrevivir a lo que resulta ser una encerrona de un grupo criminal rival, recuperando las fotos en el proceso y ganándose la suficiente confianza del jefazo mafioso como para que este le encomiende un encargo de mayor entidad: rescatar a unos rehenes de manos de una peligrosa banda callejera.

Estas misiones resultan ser un prólogo a lo que de verdad interesa al Don. Resulta que el traficante al que McAffrey liberó en la misión de los muelles estaba introduciendo el Estados Unidos un nuevo tipo de droga, llamado Cold Zero, con un factor adictivo muy marcado y la clase de efectos secundarios que no querrías tener en una colonia minera en pleno espacio. Y el Don puede ser un criminal, pero hasta él tiene sus límites morales, y el tráfico de drogas, sobre todo de una tan peligrosa como esta, está mucho más allá de lo que puede admitir. De modo que el ex policía va a tener que dar unos cuantos tumbos por el mundo, incluyendo visitas a Rusia, Oriente Medio y Sudamérica, para seguir la pista del origen de este narcótico y poner fin a su producción… y ya de paso, a los que lo producen.

Mi mortal enemiga: la cámara

(Y me parece de puta madre; esas balas que me ahorro para incapacitarles)

¡Esta juventú! ¡Tol día borrachos y endrongaos!

He de confesar que mi experiencia con la acción táctica es muy limitada: aparte de Fallout Tactics (que ya caerá por aquí, supongo), jugué una vez un par de minutos al celebérrimo Commandos… y ya está. Cold Zero es el segundo juego de este género al que me enfrento. ¿Quiere decir eso que mi juicio es menos digno de confianza que el de un experto en el género? Sin duda que así es, pero hasta un lego como yo se da cuenta de lo que funciona y, sobre todo, lo que no funciona en el juego.

Lo que me gusta de Cold Zero es que, al igual que el mencionado Tactics (y que, supongo, los demás títulos del género), tiene una mecánica muy rolera de desarrollo del personaje, con cuatro habilidades principales que regulan su habilidad combativa, su capacidad para no ser visto, su destreza tecnológica (incluyendo lo relacionado con forzar cerraduras) y su capacidad de acarreo, y cinco secundarias que regulan la capacidad de obtener un impacto crítico con los distintos tipos de armas. Todas ellas son inicialmente muy bajas, lo que nos obliga a emplear el cerebro a la hora de enfrentar a los enemigos, procurando eliminarles uno por uno cuando no nos limitamos a noquearles o, simplemente, evitarles.

Y es que Cold Zero también sabe estimular el sigilo, ofreciendo una recompensa en experiencia mayor por cada enemigo al que hayamos noqueado, y la máxima por cada uno al que ni siquiera hayamos tocado un pelo. Entre eso y la variedad de armas y accesorios que hay a nuestra disposición (y que podemos saquear de los enemigos caídos o comprar en alguna de las tiendas del barrio, cada una de las cuales tiene reglas muy claras sobre lo que vende y compra), podría parecer que, sin ser una obra maestra, Cold Zero es un buen título para ocupar los ratos muertos durante unos días. Incluso la musiquilla que acompaña las tribulaciones de McAffrey tiene, en ese contexto, su encanto, induciéndonos a pensar que estamos viendo una especie de spin-off jugable de Alerta Cobra.

Y entonces, a medida que jugamos, nos vamos dando cuenta de que hay algunos aspectos del juego que No Molan Nada (tm).

¿Que es un chiste malo? Sí. ¿Tengo cara de que me importe lo que opinen unos hombres muertos? No.

¡MONJAENCARCELADA-MONJAENCARCELADA, CABRONES!

En primer lugar, No Mola Nada (tm) que los elementos del escenario entorpezcan el manejo del cursor para mover a nuestro personaje. En multitud de ocasiones, si tenemos que movernos a un punto que está debajo de alguna viga, alero de tejado o columna, al cursor le puede dar por creer que queremos movernos al elemento que esta por encima e indicarnos que eso es imposible, mientras nosotros maldecimos el nombre de los programadores y berreamos “¡QUE NO, JODER, QUE NO QUIERO IR AHÍ, SINO AL CACHO DE SUELO QUE HAY DEBAJO, PEDAZO DE IDIOTA!”. Y si que nos pase eso ya es frustrante en un momento en que nos limitamos a desplazarnos de un punto a otro, imagináos cómo es cuando tenemos que cruzar un trecho aprovechando el breve intervalo de tiempo en el que el guardia que lo vigila se pone de espaldas.

Tampoco Mola Nada (tm) que la IA de los guardias les proporcione a veces una capacidad sobrenatural para detectarnos. Y no me refiero sólo a que nos vean delante nuestro aunque estemos en la casi total oscuridad, ni que nos oigan acercarnos en movimiento cauteloso: hablo de que en no pocas ocasiones en las que me acercaba por la espalda a un guardia con el modo de movimiento más silencioso posible, que se caracteriza por no provocar ni una mísera respuesta en el medidor de ruido, el interfecto elegía ese momento para darse la vuelta y freírme a balazos. Y no es que me haga gracia tampoco que muchos grupos de guardias que están parados en una zona del mapa al comenzar una misión dada se pongan automáticamente a patrullar justo cuando nos acercamos a su rincón, pero ahora que tengo la cabeza fría reconozco que el juego sería demasiado sencillo sin ello, y que esa misma táctica la han empleado otros juegos sin que me cabreara tanto en ello.

Eso me lleva a mi siguiente punto: que No Mola Nada (tm) que el sistema de experiencia del juego te invite al sigilo y a evitar el conflicto, pero el desarrollo de cada misión nos obliga a ser muy expeditivos con todo guardia que se nos cruce. Las patrullas repentinas sabotean en no pocas ocasiones nuestros intentos de eludir a grandes grupos de enemigos, y eso convierte los esfuerzos por conseguir la mayor recompensa de experiencia posible en un ejercicio de frustración. Por suerte, la misión final, en la que la única experiencia que podemos aprovechar ya es la que obtengamos de manera inmediata (es decir, por enemigo muerto), nos permite soltarnos el pelo y descargar la artillería pesada sin miedo contra los enemigos más formidables de la aventura.

Y pasando a terrenos narrativos, No Mola Nada (tm) que la historia prometa tanto para desarrollarse tan mal. Lo que podía dar para una intriga criminal con toques de tecnothriller se acaba convirtiendo en una mera excusa para justificar los panoramas que visita John McAffrey, con no pocas lagunas sin aclarar. Un ejemplo: en la misión de las fotos, Jane dice que la persona que aparece en ellas le resulta familiar, con lo que parece que el guión está sembrando la semilla para una futura revelación en la trama… pero nunca se vuelven a mencionar las fotos, ni Jane vuelve a especular sobre la identidad de quien sale en ellas, con lo que es un comentario totalmente inútil. Y para colmo, el doblaje en inglés oscila entre lo mediocre y lo horrendo (esperad a escuchar cómo pronuncia “often” uno de los vendedores de armas; si controláis algo de inglés, os rechinarán los oídos).

Por último, No Mola Nada (tm) que el juego te ofrezca la opción de disparar a las luces para destruirlas, y a la hora de la verdad la mayoría de los disparos contra ellas fallen. Incluso disparando a bocajarro. Sería ridículo, si no fuera tan atacante de los nervios.

De modo que si buscáis acción táctica, hay juegos mejores por ahí; este sólo es recomendable para los fanáticos del género que ya hayan jugado todos sus clásicos y se vuelvan locos por algo nuevo, y a los que no les importe lidiar con los frustrantes defectos mencionados. Todos los demás… seguido buscando, que hay millones de premios; al menos, eso decían las tapas de los Danone…

Y las tapas de los Danone no mentirían, ¿verdad? ¿¡VERDAD!?

domingo, 30 de agosto de 2009

La bestia bajo el asfalto: con los cocodrilos seguimos

No merezco perdón de Dios por ser tan perro con las actualizaciones del jodío blog, pero mi excusilla tengo: volvía hace dos semanas de las vacatas, durante las cuales estuve muy ocupado haciendo el mono con mis sobrinos, y los primeros días del regreso estuve viendo la primera temporada de Sobrenatural, que me han regalado junto a la segunda por mi cumpleaños. Y a ello se añade una bonita indigestión-mareo que sufrí el pasado lunes. Pero bueno, ya estoy aquí otra vez tocando las narices, porque no hay ausencia que mil años dure. O algo así.

Y ya que la última vez hablé de cocodrilos con hambre de seis semanas (trialará), hoy sigo abundando en el tema sobre la base de una de las monster movies más aclamadas de los años 80: La bestia bajo el asfalto, una historia salida de la calenturienta mente del cineasta independiente John Sayles, dirigida por Lewis Teague e inspirada en la conocida leyenda urbana que habla de caimanes en las cloacas de Nueva York. ¿Interesados? Seguid leyendo…

Mi lagartito ha pegado el estirón

Busca a alguien que le cuide/Y a quien se pueda comer.

Le han echado/No le quieren/Pobrecito, qué va a hacer

Érase una vez una niñita de Chicago que fue con sus papaítos de vacaciones a Florida, y que durante esas vacaciones fue a ver un espectáculo de cocodrilos vivos. Los papás de la niñita le compraron a modo de recuerdo una adorable cría de caimán, que la niñita pensaba quedarse hasta que se creciera para donarla a un zoo. Pero hete aquí que, de vuelta a la Ciudad del Viento, la convivencia con el animalito se vuelve difícil gracias a su mala costumbre de masticar la ropa de papá, quien acaba tirando al pequeño reptil por la baza mientras la nena está en la escuela, planeando contarle al volver que el bicho, simplemente, se murió. ¿Moraleja de esta pequeña introducción? No se tira a las crías de cocodrilo por el inodoro: es un acto de tremenda crueldad con un pobre animalito que, al fin y al cabo, no es más que un bebé. Además, puede ocurrir que la criatura sobreviva al chapuzón y encuentre un modo de subsistir en las cloacas…

Algo así como una década después, la policía de Chicago está investigando el macabro hallazgo de una extremidad humana en su planta de depurado de aguas. En el centro de la investigación está el detective David Madison (Robert Forster), un agente de policía que trabajaba antes en el departamento de policía de San Luis hasta que un trágico incidente le arrebató a su compañero de patrulla y le colocó encima el sambenito de gafe; por este motivo ninguno de los demás agentes quiere salir a patrullar con él, y un desagradable plumilla de tabloide, Thomas Kemp (Bart Braverman), no hace más que acosarle con preguntas sobre lo que sucedió entonces.

También da la casualidad de que acaba de perder a su perrita, y la mañana que acude a investigar el caso de la alcantarilla pasa por su tienda de mascotas habitual a comprar otro perro. Esa acción aparentemente trivial no sólo está relacionada, sin que él lo sospeche siquiera, con su caso: ¡está directamente en el centro del problema! Resulta que el zarrapastroso dueño de la tienda se saca un sobresueldo secuestrando a perros por la calle y vendiéndolos a la compañía farmacéutica del multimillonario Slade (el veterano Dean Jagger). Allí los pobres animalitos son utilizados por el futuro yerno e investigador en jefe de Slade para un experimento de hormonas de crecimiento. Una vez dejan de ser útiles, el '”proveedor” se ocupa de hacer desaparecer los cadáveres de los perros en las alcantarillas. Seguro que os podéis figurar adónde lleva este curso de acción; en el caso del dueño de la tienda de mascotas, a lo que acaba llevando es a una muerte a manos de la lagartija sobredimensionada durante una de sus operaciones de eliminación de pruebas.

La aparición de los pedacitos de la nueva víctima en el drenaje de aguas de la ciudad aumenta la presión sobre el jefe de policía Clark (Michael V. Gazzo), además de atraer a la comisaría a un grillado que asegura ser el autor de las muertes y que intenta volar a los agentes en pedazos con una bomba casera. El agente Madison decide bajar a las alcantarillas para investigar lo que pasa, logrando que un novato al que no le importa su reputación le acompañe en la visita. Por desgracia para el bravo jovenzuelo con placa, la maldición de Madison le alcanza en forma de las mandíbulas del cocodrilo, pero ambos encuentran los cadáveres de perros anormalmente grandes de los que la bestia se ha estado alimentando hasta la fecha.

Matamos a la lagartija sobredimensionada esta y nos casamos. ¿Hace?

“Eres una eminencia en herpetología, tienes un cerebro privilegiado y unos senos preciosos”

La traumática experiencia deja a Madison varios días en coma, y nadie le cree cuando despierta y explica lo que le ocurrió a su compañero (y no culpo al jefe Clark por ello, la verdad); es decir, nadie excepto el repugnante Thomas Kemp, que decide bajar a las alcantarillas a ver por sí mismo qué hay de verdad en lo que dice el desafortunado piesplanos. El periolisto acaba entrando a formar parte de la dieta del bicho, pero no sin antes bombardearle a fotos con su cámara; cuando la corriente de agua la lleva al exterior y sus fotos son reveladas, hasta el más escéptico tiene que reconocer que Madison no desvariaba. La aparición de la prueba fotográfica de la existencia del monstruo marca la vuelta a la trama de su antigua dueña; sí, la niña de hace diez años, Marisa Kendall, ha crecido hasta convertirse en una respetada experta en reptiles (Robin Riker), y con su ayuda logran comprobar que el cocodrilo es tan gigantesco como el poli afirmaba. De paso, Madison y ella entablan un romance que, con sus altibajos, les endulza la dura tarea de perseguir a la criatura.

El departamento de policía pone entonces en marcha un arriesgado plan para acabar con la amenaza. La unidad de SWAT entra en las alcantarillas y, armada con cacerolas, intenta ahuyentar al animal hasta una salida de aguas en la que le está esperando un ejército de polis armados hasta los dientes; es tan ridículo como suena, pero lo mejor es que además no es mala idea. Con lo que no cuentan es con que el bicho elija otra salida para dejar atrás el mundo subterráneo y aumentar la proporción de humanos en su papeo diario.

Madison, mientras tanto, sospecha que la compañía Slade tiene algo que ver con los perros anormalmente crecidos y el consiguiente sobredesarrollo del cocodrilo, y sus teorías al respecto se ven indirectamente confirmadas cuando el jefe Clark, presionado por el corrupto alcalde (Jack Carter), le aparta del cuerpo. Este último, mientras tanto, pone a cargo de la caza de la bestia al coronel Brock (Henry Silva), una especie de gran cazador blanco que viene a ser a los héroes tipo Allan Quatermain lo que Torrente es a los polis de las películas de acción. ¿Apostamos a ver cuánto tarda en fracasar, y obligar con ello al jefe Clark a recurrir de nuevo a Madison y Kendall?

Si es que el clembuterol no podía traer nada bueno

Conmigo en el caso, esa lagartijita no tardará en caer. ¡Fijo!

Soy el capitan Zapp Brannigan, y me ocuparé del cocodrilo.

Desde que leí en Goremanía sobre esta película, y descubrí que años antes me la había perdido gracias a que mi madre no me dejaba ver Noche de lobos (sniff, sniff… ¡cuánta injusticia materna!), me volví loco buscando este filme en todos los videoclubs añejos de Santander y las márgenes del Nervión. Me llegué a pillar una especie de secuela sin relación argumental, que venía a ser un remake malísimamente hecho, sólo porque creía que era la original. No fue hasta el advenimiento de Internet cuando pude hacerme con una copia de seguridad y disfrutar de esta pequeña parodia-homenaje a Tiburón. Gracias, Internet.

Dicho lo cual, la verdad es que al principio la película no es que tenga demasiado para destacar por encima del aluvión de copias de baratillo del filme de Spielberg que inundaron el mercado en los 70 y 80. La perspectiva del policía atormentado le da un toquecillo de cine negro, pero en el fondo no es diferente a las tribulaciones del sheriff Brody con el alcalde de Amity; la conspiración farmacéutica que da origen involuntariamente a la bestia sirve de denuncia a los pocos escrúpulos de las empresas del ramo, pero ese es un ángulo que sería más que manoseado por americanos e italianos antes de que despuntaran los 90; y la estructura inicial se acomoda en un esquema predecible de avanzar la trama-visitar las alcantarillas-ver al cocodrilo jalarse a otro personaje secundario.

Por suerte, perseverar es vencer, y más en el caso de las películas como esta. La primera media hora, pese a ser más floja, tiene suficientes toquecitos de humor negro (las desventuras del dueño de la tienda de mascotas, el zumbado de la bomba en la comisaría) como para prometer algo más. La estrambótica cacerolada por las alcantarillas para atrapar al cocodrilo marca el lento paso del aspecto cómico al primer plano, pero es con la aparición del trasnochado e hilarante Brock cuando la película se decanta definitivamente por echarse unas risas a costa de las matanzas que realiza el reptil gigante. Y por si alguien no lo pilla todavía, el filme nos presenta una escena en la que un consternado David Madison se topa con una ristra de vendedores ambulantes tratando de sacar tajada de la histeria colectiva vendiendo souvenirs del cocodrilo.

¿O se creen que me he largado de las alcantarillas por la cacerolada de los SWAT?

¡POR FIN! ¡AIRE PURO Y COMIDA LIMPIA!

Por suerte, y a diferencia que tantas comedias terroríficas (que en no pocos casos son películas vendidas como “comedia” porque sus creadores se dan cuenta de que fracasan patéticamente como filmes serios), La bestia bajo el asfalto no descuida las muertes, sobre todo después de cruzar el ecuador del metraje. Al igual que su obvia inspiradora, la película tiene los santos cojones de presentarnos la muerte de un niño a manos del monstruo (y de manera aún más cruel, diría yo), y la estela de destrucción del bicho culmina en una salvaje entrada en un convite de boda; por desgracia, la escena queda desvirtuada por la obvia estupidez de un conductor de limusina, que se queda quieto mientras el reptil se zampa a uno de los villanos humanos de la historia, en vez de llevar a su pasajero (el otro villano) lejos de la muerte kármica que le espera.

Por lo que toca al cocodrilo, parece ser (eso dice Wikipedia) que la marioneta usada para representarlo dio bastantes problemillas, por lo que en no pocos casos Lewis Teague rodó a un cocodrilo de verdad en escenarios a escala; a mi juicio, no le quedó demasiado cantoso, porque sólo se nota en el hecho de que el animal se mueve demasiado fluidamente para ser de mentira y no puede ser tan grande como la comparación con el escenario sugiere. En cuanto a la marioneta en sí… bueeeno, digamos que casi todo su cuerpo se mueve aceptablemente, pero que falla en una parte; por desgracia, esa parte es la cabeza, lo que estropea los primeros planos en los que vemos al animalejo masticar a otro figurante más.

Añadamos a eso que los actores no brillan (salvo tal vez Robert Forster, que improvisó todas las coñas sobre la incipiente calvicie de David Madison) pero tampoco provocan arcadas, y tenemos una alternativa de baratillo a Bruce el Tiburón más que digna y con suficiente personalidad propia como para no acabar olvidada en el fondo de las estanterías de un videoclub de barrio… a no ser que el género no os tire demasiado.

Tal vez por eso nunca la encontraba, por mucho que buscara. En fin, bendita sea Internet otra vez.

jueves, 6 de agosto de 2009

Segundo (y retrasado) aniversario con… Rogue

De nuevo gozo de vacaciones, pero esta vez con la ventaja añadida de que, por motivos que no alcanzo a comprender, por fin he podido instalar el Windows Live Writer en mi ordenata. Y como a caballo regalado no se le mira el diente, voy a estrenarlo con la (muy demorada, a decir verdad) celebración del segundo aniversario del blog, que esta vez versa sobre una interesante peli de monstruos australiana que a la vez vale como postal turística de las bellezas naturales (y peligros) que nos podemos encontrar en su selvática zona norte: Rogue, el territorio de la bestia, de Greg McLean.

Turistas: la otra carne blanca

Y mi primo no es de los que pega tollinas: es de los que devora personas enteras.

Dejad de vacilarme o llamo a mi primo el de Zumosol.

La imagen que tenemos la mayoría de las veces de Australia es la de una gran extensión desértica y poco poblada, pero el continente también tiene sus áreas de selva. Una de ellas está en el denominado Territorio Norte, adonde llega un día el periodista de viajes norteamericano Pete McKell (Michael Vartan cuya cara me recuerda cosa mala a Edward Burns) con el objetivo de hacer un reportaje sobre el área; para ello va a coger un crucero turístico de río que sale desde un pueblecito de la zona. Pero mientras hace tiempo tomando un café, Pete no puede evitar observar que el tascorro local exhibe en un tablón de anuncios un preocupante mosaico de recortes de periódico sobre víctimas de cocodrilos, incluyendo la terrorífica foto del cadáver semidigerido de un niño de doce años. ¿Un mal presagio? Desde luego que sí, pero nuestro protagonista todavía ni sospecha hasta qué punto lo es.

En el crucero al que sube el periodista americano también van una pareja de mediana edad (Robert Taylor y Caroline Brazier); una segunda pareja (Heather Mitchell y –creo- Geoff Morrell) con una hija preadolescente (Mia Wasikowska); Simon, un tipo gordete y sonrosado (Stephen Curry) que al principio da la impresión de ser un depredador sexual, por su aspecto y por intentar entablar conversación con la mencionada adolescente, hasta que descubrimos que lo único que quería era presumir de su pedazo de cámara fotográfica (y no le culpo… del todo); un viudo (John Jarratt, el villano del anterior filme de McLean, Wolf Creek) que pretende esparcir las cenizas de su esposa en el río; una mujer regordeta llamada Gwen (Celia Ireland); la capitana del barco, Kate Ryan (Radha Mitchell, también en Pitch Black y la versión fílmica de Silent Hill), quien no tiene en principio nada que ver con la cantante belga del mismo nombre, destacable belleza y apedreables canciones; y su perro, Kevin. El colorido grupo de futuros fiambres viajeros emprende la navegación, y por algo más de una hora parece que este va a ser otro tour por las bellezas naturales de la jungla australiana, que incluyen la contemplación de alguno de los cocodrilos de agua salada que habitan en este río; tal y como Kate informa a sus pasajeros, son la especie más peligrosa de estos animales, pero el barco en el que van es lo bastante grande como para no temer nada de ellos.

Sí, Quint opinaba eso mismo antes de ver lo crecidito que estaba Bruce, y ya vimos en su día lo que le acabó sucediendo. Pero aún queda un rato para que Kate Ryan tenga que tragarse sus palabras empujando con pan; un rato en el que al barco le da tiempo para tener un tenso encuentro con la lancha tripulada por los paletos locales Collin (Damien Richardson) y Neil (Sam Worthington, más recientemente visto en Terminator: Salvation). Este último quiere retomar una vieja historia con la capitana, pero esta no sólo prefiere dejar las cosas como están, sino que a punto está de arrollar a la otra embarcación mientras está atracada junto a ellos.

EL COCODRILO SE LA VA A JALAR (turú-turú, turú-turú)

ELLAAAA.. ELLA ELLE LÁ-A-A-A (turú-turú, turú-turú)

Para su desgracia, ese no va a ser el menor de sus problemas. Justo al completar el recorrido y disponerse a emprender el regreso, los pasajeros se aperciben de que alguien está lanzando bengalas desde un punto más avanzado del río: es una petición de ayuda a la que, de acuerdo con las normas de navegación y la decencia humana más elemental, hay que responder, aunque eso signifique que alguno de los pasajeros pierda el bus de vuelta. Pero cuando el barco llega a la zona desde donde salieron las bengalas, lo único que se encuentran es un bote hundido y la embestida de algo grande desde debajo del agua que les abre un boquete en la nave y les obliga a buscar refugio en un islote cercano. El autor del ataque no tarda en revelarse cuando dos de los pasajeros se plantean nadar hacia una de las orillas, en la que es una de las escenas mejor pensadas de la película: mientras todo el pasaje se vuelve de espaldas al río para escuchar a la capitana explicarles la peligrosidad de nadar en un río de agua salada con cocodrilos, uno de ellos se queda junto al agua… y un ruido pesado hace que los infortunados turistas se vuelvan a tiempo de ver a un cocodrilo enorme alejarse nadando, con el infortunado a buen recaudo en el interior de su panza. Kate ya no tiene duda ante ese luctuoso suceso: el barco se ha metido en el territorio de la bestia (de ahí el título español), y la bestia va a estar muy cabreada (por no decir hambrienta) mientras no se larguen de su zona.

A partir de ahí, la situación de Pete y sus compañeros de infortunio se hace cada vez más desesperada con el paso de las horas. Para empezar, la caja de las bengalas del barco ha salido flotando, y la radio principal se ha estropeado, por lo que tienen que recurrir a un walkie-talkie mojado. A los únicos que logran atraer con sus llamadas de socorro por este medio es a Collin y Neil, que están demasiado ocupados burlándose de la mala suerte de los turistas como para evitar que el bicharraco les baje de la lancha y dé buena cuenta del primero de ellos. Y como el río en el que están tiene mareas, resulta que esa misma noche va a sufrir una pleamar que sumergirá totalmente el islote. De modo que, o improvisan con los restos del naufragio un plan de huida, o el gigantesco cocodrilo va a pegarse un banquete de los que hacen época… aunque la verdad es que, incluso si logran hacer un plan coherente, van a tener que enfrentarse al pánico que atenaza progresivamente a más y más miembros de la expedición, y que amenaza con llevarles de cabeza a las fauces del depredador.

La emoción está en que les cacen

Si no quería que el cocodrilo le zampase, haber seguido el ejemplo del prota de 'Me llamo Earl'.

En la imagen, turista histérico arrepentido, instantes antes de recibir su karma.

No es que Rogue, el territorio de la bestia sea un prodigio de originalidad, pero es precisamente en esa familiaridad con los elementos tradicionales de la monster movie en donde reside una parte de su encanto: un grupo humano dispar, un entorno agreste y hostil, y una bestia tan poderosa como para convertirles en presa. La película de Greg McLean (director, productor y guionista, como en sus dos filmes anteriores) tiene también el acierto de no caer en exageraciones, poniendo en su centro a un monstruo que es amenazador sin ser necesariamente una especie de regresión prehistórica de su especie, y que la mayor parte del tiempo es bastante convincente… exceptuando algunos planos de su aparición final, en los que al verle de cuerpo entero y moviéndose no podemos más que arrugar la nariz ante lo artificial que resulta.

La otra parte del atractivo del filme es que logra hacer que nos importen las futuras víctimas del cocodrilo, tomándose el primer tercio de la película para familiarizarnos con los personajes antes de que el cocodrilo, en ataques bien graduados en su intensidad, los vaya incluyendo en su dieta. McLean procura (y yo diría que hasta logra) que actúen de manera lógica, de manera que incluso cuando cometen una clara estupidez, esta se ve justificada por el nerviosismo de la desesperada situación en la que se encuentran, y que viene reforzada por periódicos planos del agua cubriendo más y más espacio de la isla. Incluso un personaje como el de Neil, que otro guionista con menos sentido común podría convertir en un capullo que siembra la discordia en el grupo y amenaza su supervivencia, se comporta de una manera razonable dentro de su contexto, ayudando a elaborar uno de los planes para huir del islote.

El lado oscuro de estas bondades es que, dado que el filme no es muy largo, el énfasis puesto en presentar a los personajes antes de convertirles en cena del cocodrilo nos deja un poco cortos en el apartado de “intensa-acción-de-cocodrilo-sobre-hombre”, así como en el número de víctimas eliminadas por el bicho. Además, en la secuencia final, McLean nos revela que uno de los personajes sigue vivo después de sufrir una serie de heridas a las que no es creíble que nadie sobreviva, sólo por añadir a la tensión de escapar del escondrijo del animal la dificultad de acarrear a un herido incapaz de valerse por sí mismo.

Le mataré y guardaré el cadáver en la nevera para comérmelo de recalentao más tarde.

Fum-fe-fo-fi, huelo turista por aquí.

Eso sí, que nadie diga que el filme no sabe mantener la tensión. Todas las escenas en las que los supervivientes del naufragio ponen en práctica alguno de sus planes de huida del islote son campo abonado para que la audiencia se mordisquee las uñas de los nervios, y culminan en la mencionada visita de Pete al refugio del cocodrilo en un clímax ejemplar. Además, McLean procura que las muertes no resulten predecibles, situando a sus personajes en medio del peligro pero sin hacer aparecer al cocodrilo hasta que ya casi creemos que esta vez no va a atacar; hasta se da el lujo de ir a la contra de uno de los clichés más odiosos del género (y que reconoceréis en cuanto veáis la escena) en su secuencia final.

Pero en último término, esa adecuación a la fórmula típica de la monster movie hace que Rogue sea una película buena, sin más, en vez de la obra maestra que prometía su éxito en Sitges. Claro que ya es digno de aplauso que una peli sea buena “sin más”, sobre todo en estos tiempos en los que hay productores lo bastante estúpidos como para financiar ponzoñas del calibre de Dragonball Evolution. Así que la recomiendo, sobre todo si queréis saber qué hacer en caso de que un cocodrilo os tenga atrapados en un islote de río con más personas; y si queréis algo mejor, siempre podéis alquilar Tiburón, que para algo es un clásico.

Y si no habéis visto todavía Tiburón, va siendo hora de hacerlo.