domingo, 12 de febrero de 2012

Morrowind: antes que Dovahkiin, estuvo el Nerevarine

¿Todo bien en vuestras vidas? En la mía, por increíble que parezca, las cosas van por fin sobre ruedas, o al menos mejor que el pasado año por las mismas fechas. En menos de un par de semanas, si la cosa no se tuerce, comenzaré un nuevo trabajo, y estoy que no quepo en mí de gozo, ilusión y nerviosismo. Por otra parte, me siento bastante avergonzado de tardar tanto en actualizar el blog, pero tengo mis motivos; más bien, un solo motivo, y de él os vengo a hablar hoy. Aprovechando que ahora mismo sigue de moda el Skyrim, quinta entrega de la ilustre saga The Elder Scrolls, voy a tratar en profundidad las bondades (y fallos) de una de sus precuelas, la tercera parte de dicha saga, que me ha tenido la mayor parte del mes de enero (sin contar lo que ya lleva transcurrido de febrero) tan ensimismado como a muchos de vosotros las aventuras del Nacido del Dragón.

El regreso del héroe que fue y será

Miradle bien, porque es la única vez que le veréis dentro del juego.

Curiosidad: nuestro compañero en la nave-prisión acabaría siendo declarado santo por haber expulsado de Morrowind a los corredores de acantilado.

En el mundo de Nirn, el Imperio de los humanos domina sobre el continente de Tamriel, dividido en nueve provincias, cada una de las cuales sirve de hogar natal a una de las múltiples etnias de hombres y mer (elfos) que lo pueblan. De todas ellas, la más oriental es la de Morrowind, patria de los elfos oscuros o Dunmer, dividida entre el extremo noreste de Tamriel y la enorme isla de Vvanderfell. El de los Dunmer es un pueblo extraño, arisco y estoico a partes iguales, con costumbres y leyes propias, y una religión estructurada en torno a la trinidad de dioses vivientes que ellos denominan ALMSIVI: el poeta-guerrero Vivec, la compasiva Almalexia y el inventivo Sotha Sil. Ellos y sus devotos protegen a los habitantes de Morrowind del mal que anida en el centro de Vvanderfell, en el volcán conocido como la Montaña Roja, donde las cinco casas nobles de los elfos oscuros se enfrentaron a la desaparecida raza Dwemer y a la traición de la Sexta Casa, la casa Dagoth, bajo el mando del legendario héroe Indoril Nerevar, quien dio su vida por proteger a los suyos del mal que esos renegados amenazaban con desatar sobre el mundo. Muchos siglos han pasado desde entonces, y los hechos de esa lejana era se han convertido en materia para las leyendas: leyendas como la que anuncia el regreso de Nerevar renacido para liberar a su pueblo de la amenaza de la Montaña Roja y del dominio imperial.

Es en esta época cuando llega al pequeño puerto de Seyda Neen, que sirve de umbral a Vvanderfell desde el continente, un barco transportando a dos prisioneros de la justicia imperial para dejarles en libertad en la isla. Para al menos uno de ellos, esta salida de la cárcel viene con una condición: entregar cierto paquete en la ciudad de Balmora, centro local de poder de la casa Hlaalu, a un tal Caius Cosades. Recién salido de las mazmorras, y con poco más que la ropa que lleva puesta entre sus posesiones, al reciente ex presidiario no le queda otra que decidir si prefiere hacer a pie el largo camino a la ciudad, enfrentándose a los peligros que puedan acecharle por el trayecto, o gastarse su magra bolsa en coger un transporte a Balmora en una de las peculiares bestias de transporte de la isla, a la que los nativos llaman “caminante del polvo”. De todas maneras, no es como si hubiera mucho que hacer en un pueblucho de mierda como Seyda Neen; y además, cuanto antes termine este encargo, antes será libre del todo, ¿verdad?

Pues resulta que no es tan sencillo. Cuando por fin llega a Balmora, al ex convicto le espera una sorpresa: el tal Caius Cosades, a quien todos los habitantes de la urbe conocen como un pobre diablo adicto a la droga skooma, es en realidad el jefe en la isla del servicio secreto del Imperio, la Orden de los Filos. ¿Y el paquete? Es una serie de instrucciones para Caius escritas de puño y letra por el mismísimo emperador, y de acuerdo con ellas el antiguo prisionero acaba de ingresar en los Filos, le guste o le disguste.

Y fijo que, a pesar de su pinta escuálida, puede zurrar a cualquier desgraciado que se le ponga chulo.

¿Cómo es que un viejo pobretón y drogata es el jefe del servicio secreto imperial en la isla? Pues precisamente porque parece un viejo pobretón y drogata, y no el hábil espía que es.

Menos mal que, en cuestión de órdenes, Caius es bastante laxo, al menos al principio. Sus primeras instrucciones se podrían resumir como “haz lo que quieras”; o mejor dicho, “haz lo que quieras mientras te haga ejercitar un poco tus habilidades, que te veo todavía muy novato para encargarte un trabajo de verdad”. Y, por suerte para nuestro protagonista, lo que no falta en Vvanderfell es trabajo: entre las intrigas que enfrentan a los Hlaalu con las otras dos casas presentes en la isla, los belicosos Redoran y los hechiceros Telvanni, y las que implican a los gremios imperiales de guerreros, magos y ladrones, ya hay oportunidades de empleo de sobra para que hasta un ex presidiario sin posibles logre prosperar y coger tablas… o muera en el intento. Y eso sin contar que tanto el Templo ALMSIVI como el Culto Imperial de los Nueve Divinos están siempre a la busca de nuevos conversos y misioneros, que el antiguo y honorable gremio de asesinos del Morag Tong nunca anda escaso de órdenes de ejecución que cumplir, que las maquinaciones del sindicato del crimen del Cammona Tong le crean numerosos enemigos que nada desean con más fuerza que frenar su cruel depredación, y que en cada rincón de la isla puede haber una persona necesitada de ayuda, una caverna que sirva de refugio a bandidos y esclavistas, una antigua ruina Dwemer, o una tumba ancestral de los Dunmer esperando a ser saqueada. Si así lo desea nuestro protagonista, pueden pasar semanas o incluso meses antes de que regrese al hogar de Caius a solicitar más instrucciones.

Y cuando eso ocurra es cuando va a empezar para él la verdadera aventura. Al principio, sus encargos no se diferencian mucho de los que le pueden haber hecho otros patrones, excepto por un detalle en común: todos ellos tienen que ver con hacer favores a ciertos confidentes habituales de Caius a cambio de información relativa a la profecía del Nerevarine, la desaparecida Casa Dagoth y las luchas intestinas que dividen al Templo en relación con todo esto. Lejos de ser casual, la conexión con las leyendas sobre el regreso de Indoril Nerevar se ahonda con cada nueva misión que Caius encomienda a su protegido, al tiempo que lo hacen los signos de que el mal de la Montaña Roja cobra fuerza con cada día que pasa, y de que el demoníaco señor de la Sexta Casa, Dagoth Ur, tiene un interés personal en nuestro héroe. Cada vez está más claro que el emperador tenía más motivos que la mera clemencia para liberar de prisión a nuestro protagonista y por ello va a tener que reforzar sus destrezas y hacer acopio de objetos de poder y alianzas con las fuerzas vivas de Vvanderfell si aspira a llegar hasta donde le lleve el destino… y sobrevivir para gozar de su libertad.

Forastero en tierra muy, pero que muy extraña

Adentro puedes encontrar tesoros, pelea, y criaturas bravidas muy, pero que muy extrañas.

Caminas por la pantanosa jungla occidental de Vvanderfell y, de repente, te encuentras un abandonado bastíon Dunmer: otro día normal en Morrowind.

Tengo que confesar que Morrowind no me gustó mucho la primera vez que lo probé. Llegué a él con el bagaje de haber jugado a clasicazos como el Fallout 2, el Gothic o la saga Baldur’s Gate, que ponían un especial acento en tramas principales fuertes y diálogos chispeantes, y lo que me encontré fue un mundo de juego tan enorme que apabullaba (y eso que es bastante más pequeño que los de sus predecesores en la saga, Arena y Daggerfall) y tan alejado de las convenciones de la fantasía épica habitual que hasta provocaba rechazo, con unos personajes no jugadores que me resultaban meros clones (el hecho de que cada raza tuviera casi siempre un actor de doblaje para todos los PNJs de un mismo sexo no ayudaba), y con un sistema de diálogo basado en palabras clave que me resultaba insoportablemente primitivo y me provocaba la sensación de que, más que hablar con los seres que vivían en aquella extraña isla, estaba consultando una especie de wikipedias con patas. Lo comparaba sobre todo con mi bienamado Gothic, concluyendo que este último era superior, y que Morrowind era un “buen juego” a secas, pero no la obra maestra que mucha gente parecía creer.

Desde entonces calculo que, más o menos, habrán pasado cinco o seis años, puede que más. Y no sólo he cambiado mucho respecto a aquel veinteañero angustiado e inmaduro que compró la edición Juego del Año de este título, editada por Ubisoft dentro de su serie Codegame al irrisorio precio de 9,95 euros, sino que he tenido oportunidad de empaparme de los puntos de vista de gente a la que le gusta el juego y sabe explicar por qué. En concreto, los usuarios del foro de juegos de rol de 4chan, que cada vez que mencionan Morrowind no hacen más que glosar las excelencias de su peculiar trasfondo, de su sistema de juego y de la libertad de acción que da a los jugadores en todos los aspectos. Entre eso y la brasa que han dado estos meses múltiples conocidos míos con la quinta parte de The Elder Scrolls, el dichoso Skyrim, aproveché mi último viaje a Santander con motivo de las Navidades para instalar el juego en mi actual ordenador y averiguar si mi primera impresión sobre el mismo estaba equivocada.

Lo estaba, mira tú por donde. O, tal vez, cuando lo jugué hace tantos años no estaba lo bastante maduro como para apreciar una manera de hacer las cosas que, con todos sus defectos (lo siento, el diálogo tipo Wikipedia sigue sin gustarme), puede enorgullecerse de poseer una personalidad muy propia, y bastante alejada de los lugares comunes del rol de fantasía.

Otra cosa no, pero el urbanismo Dunmer es experto en molar.

Eso de ahí es una ciudad. Más en concreto, dos de los barrios de Vivec City.

Para empezar, la ambientación de Morrowind es una de las más alejadas de los cánones tolkienianos o pseudotolkienianos que podemos jugar en un ordenador. La cultura de los elfos oscuros de Vvanderfell bebe del Japón feudal, de los nómadas de Mongolia, y de otros pueblos de Asia y Oriente Medio, con una arquitectura que refleja esas influencias y, a la vez, las combina para crear la impresión de una civilización muy alejada de los cánones acostumbrados en la fantasía. Aquellos grupos y edificios que sí se adecuan de manera más típica a tropos habituales de la fantasía, como las legiones imperiales y sus fuertes de aspecto romano-medieval, ofrecen al tiempo un asidero de familiaridad para los fans de la fantasía más convencional y un contraste con la estética y costumbres alienígenas de los Dunmer.

Como refuerzo de esa sensación de extrañeza, nos encontramos que la fauna de Vvanderfell no incluye casi ninguna especie parecida a las que vemos en la tierra. Cuando viajamos por las vastas extensiones sin civilizar de la isla, encontramos cuadrúpedos con caras tentaculares que recuerdan al Hombre-Cosa de Marvel (sabuesos nix), o feroces seres cornudos con sólo dos extremidades inferiores y crueles mandíbulas (kagoutis y alits); cuando nos zambullimos en el agua, podemos encontrarnos con humanoides de piel acorazada y tentáculos por extremidades inferiores (dremora); cuando visitamos las granjas y plantaciones de las tierras más civilizadas, los cultivos que encontramos no tienen mucho que ver con el trigo o los nabos, y en lugar de vacas u ovejas nos encontramos a medusas flotantes con un marcado dimorfismo sexual (netches) o velociraptores de cabeza gigantesca que sirven como bestias de carga (guar); y su actividad minera se dedica en buena parte a la recolección de huevos de unos insectoides gigantes denominados kwama. También encontramos criaturas más típicas como las ratas, escarabajos gigantes (shalks), o pterodáctilos (corredores de acantilado), que ayudan a crear el efecto de familiaridad-contraste antes mencionado.

Ese honor se lo disputan adversarios bastante más difíciles de matar.

Esto es un kagouti, y no es de los bichos más raros que os vais a encontrar.

Yéndonos a la cuestión del sistema de juego y la jugabilidad en general, Morrowind ofrece una libertad de acción enorme ya desde el proceso de creación de personaje. Enmarcada dentro de la historia como la firma de los documentos previos a su liberación de la justicia imperial, la creación de nuestro avatar nos permite elegir entre una decena de razas y determinar nuestra clase contestando a un test de personalidad, eligiéndola de una lista de clases predeterminadas, o bien creándola nosotros mismos de cero. Cada clase tiene una serie de diez habilidades, cinco primarias y cinco secundarias, que van aumentando de nivel a medida que se van usando; cuando acumulamos diez puntos de subida de estas pericias, subimos un nivel, lo que no sólo mejora nuestros puntos de vida, sino que nos permite mejorar nuestros atributos; dependiendo del atributo al que vayan asociadas las habilidades que más hayamos subido (sean primarias, secundarias, o incluso ajenas a nuestra clase), podremos aplicar un multiplicador más alto a su mejora, lo cual debemos tener muy en cuenta a la hora de planificar la evolución de nuestro personaje.

Cuando salimos al juego en sí, esa libertad no hace más que acrecentarse. Hay una trama principal, pero podemos seguirla a nuestro ritmo; de hecho, Caius Cosades nos espolea desde el primer encuentro a perdernos entre la multitud de facciones enfrentadas y misiones secundarias que existen en Vvanderfell. Podemos ir donde queramos, y hacer lo que queramos, siempre y cuando estemos dispuestos a afrontar las consecuencias; de hecho, podemos incluso matar a personajes fundamentales de la trama, provocando que el juego nos avise de que nos hemos cargado el hilo de la misión principal y de que más nos vale cargar una partida previa si queremos continuarlo. Podemos practicar nuestras habilidades para subirlas gratis o pagar a PNJs especializados en ellas para entrenarlas, ascender por el escalafón de alguna de las facciones hasta convertirnos en sus líderes, o simplemente salir a explorar los territorios sin civilizar de la isla en busca de cuevas de bandidos, tumbas ancestrales Dunmer, y ruinas de la civilización Dwemer o dedicadas a la adoración de los caprichosos seres extraplanarios conocidos como Daedra. Hasta nos podemos meter en una biblioteca y leer alguno de los múltiples libros que cuentan la historia del mundo de Nirn desde uno u otro punto de vista, que explican mitos y leyendas de las diversas religiones, o que cuentan historias de ficción y no-tan-ficción relacionadas con este universo.

Visto así, con perspectiva, no me extraña que lleve mes y medio embebido en patearme Vvanderfell de cabo a rabo.

Mejor no os enfrentéis a ellos hasta que tengáis un nivel alto y armas mágicas a juego. Por vuestro bien.

En las tierras de los Dunmer, los vampiros no son adolescentes emos que resplandecen al sol: son babilonios en taparrabos que sueltan bolas de fuego como quien da bofetadas.

Claro que, incluso con la perspectiva que proporcionan los años, hay algunos aspectos de Morrowind que siguen resultando fallidos. La trama central ya no me parece tan desangelada y falta de implicación emocional como la primera vez que la jugué, dentro de su discutible estilo narrativo (esa puta interacción con los PNJ que parece una consulta a la Wikipedia más que un diálogo), pero es fácil perder el hilo de la misma entre tanta misión secundaria; en cierto modo esto es inevitable, dado su estilo de juego sandbox. Menos justificable resulta que, incluso teniendo el último parche oficial, el juego muestre una molesta tendencia a llufarse y salir al escritorio cada cierto número de horas, sobre todo cuando llevamos un buen rato avanzando sin guardar la partida.

Y luego están los corredores de acantilado, o “cliff racers” en guiri. Caminar por los territorios que habitan estos bichos implica tener que pararnos cada poquito tiempo porque alguno de ellos nos intenta atacar, y eso cuando no nos atacan varios a la vez. Y dado que podemos encontrar corredores de acantilado aleteando en casi cualquier lugar de Vvanderfell, estos bichos muy pronto alcanzan la condición de verdaderas ladillas volantes para el jugador. Pero no os quejéis demasiado, porque cuando el juego estaba recién editado (es decir, cuando no había ningún parche y debía de ser, poco más o menos, un festival de bugs) parece ser que los corredores de acantilado eran todavía más abundantes. Temblores me dan sólo de imaginarme cómo debía de ser un paseo por el campo en Vvanderfell en aquellos tiempos.

Las suficientes, al menos, para que maldigáis el nombre de los corredores de acantilado y del genio de Bethesda Softworks que decidió poner tantos en el juego.

Acostumbraos a esta escena, porque la vais a vivir potrollones y potrollones de veces.

Un aspecto más que, dependiendo de quién sea el que lo juegue, puede resultar igualmente (algo) desagradable es lo excesivamente enorme que resulta el mundo. Incluso cuando uno domina bien el uso de los métodos de transporte rápido (caminante del polvo, barco o teletransporte del gremio de magos), algunas misiones nos obligan a pegarnos caminatas bastante largas por territorio hostil, y a explorar múltiples recodos hasta que encontramos el camino hacia el punto señalado en el mapa… suponiendo que quien nos encomienda la misión nos haya podido marcar en el mapa nuestro destino, en lugar de tener que despacharnos con unas vagas indicaciones sobre cómo encontrarlo. No obstante, aquí tengo que decir que, desde que lo completé por primera vez, mi punto de vista ha sufrido un cambio radical, y que creo que quien se queja de las largas distancias que tiene que recorrer en Morrowind es porque no entiende el espíritu del juego, o al menos no consigue encajar con él.

Porque Morrowind no es un título para jugarlo en una semana de enfebrecida actividad hasta completarlo y pasar a otra cosa. Morrowind es un juego para disfrutar con tiempo, saboreando su peculiar ambientación y sus amplias posibilidades, a ratos en ráfagas cortas y a ratos en sesiones de juego que comienzan una mañana de domingo y que no terminan hasta la hora de dormir. Morrowind es para sufrirlo y gozarlo, con sus cosas buenas y sus bugs, como un plato agridulce que nos hace disfrutar aunque nos escueza un poco en el paladar. Así que dejad un rato aparcada la Tierra Media, los Reinos Olvidados y Ferelden, y montad en el barco que lleva a la provincia de los Dunmer: allí os espera un mundo como nunca hubierais imaginado, y esta vez no se trata de una gastada frase publicitaria.

Pero que conste que los diálogos en plan Wikipedia siguen sin gustarme. He dicho.

2 comentarios:

gabriel dijo...

¡Amen! rezuma cariño morrowind en mi memoria.

Balystik dijo...

Buena síntesis del juego, compañero. Yo también ando aún hoy enbebido en la trama con mi querido asesino. Lo único imposible en Morrowind es completar absolutamente todas las misiones, y cada personaje nuevo que comienzas es una nueva historia que sólo tus decisiones escriben. Increíble de verdad, e imposible hacer una guía de cómo se debe jugar. El único juego en que cada jugador debe decidir como lleva a cabo su viaje.